¿No hay límite para el amor?

Por Fátima López Poletti.

¿De qué hablamos cuando hablamos de amor y por qué cabría la posibilidad de limitarlo? A continuación, intentaré dar respuesta a dicho interrogante (o al menos aproximarme a su dilucidación), mediante la reflexión de una pasión tan poderosa como enigmática: el amor.

Ahora bien, ¿qué es el amor? Un simple interrogante que encierra en sí mismo una potencialidad abrumadora; nos recuerda la dicha que genera tan digno sentir y, al mismo tiempo, la imposibilidad de abarcarlo en su totalidad. No somos ajenos a él, pues, todos, en algún momento, lo contemplamos y vivenciamos por alguien o por algo. Experimentamos un sentimiento íntimo y personal, que entreteje una maraña de bienestar individual y, a la vez compartido; nos abraza internamente en un sortilegio de gozo, cariño y afecto; acoge y abraza nuestro espíritu y transmuta, cual diáfana conversión, nuestro ser.

Intentar definir al amor es clasificarlo, y al clasificarlo lo reducimos, lo condicionamos y lo destruimos. Intentar entenderlo es emprender una misión que está condenada a fracasar, puesto que difícilmente se comprende aquello que sólo se siente. Hay quienes han intentado superar tales obstáculos elaborando explicaciones científicas que bregan por descifrar el misterio del amor.

¿Ciencia o metafísica? Podríamos afirmar que existe entre ellas una relación necesaria y recíproca. La explicación científica representa la fría razón; calculadora, precisa y exacta. Por el contrario, la metafísica suele asociarse con la ética, la moral, la naturaleza y la contemplación del ser; es decir, con aquello que va más allá de lo que se nos manifiesta como verdadero. Sin embargo, cuando del amor se trata, ni una ni la otra se presentan como autosuficientes. La ciencia sin metafísica es rigidez absoluta; la metafísica sin ciencia es creencia infundada.

En una primera aproximación, podríamos afirmar que el amor, y más precisamente, el amor al otro, se transforma en un amor ontológico. Es decir, que el amor de pareja impulsa el amor al saber. Pero, ¿arriba este a su objetivo? El amor busca algo que sabe que nunca va a alcanzar. La paradoja trágica radica, entonces, en el hecho de considerar que este se presenta como una búsqueda insaciable, ya que cuando logra alcanzar aquello que tanto anhela, se disuelve y se pierde. Si el amor es la búsqueda, debería estar siempre a metros de lograr su objetivo, pero nunca conquistarlo. El amor, por ende, sería sinónimo de “movimiento”; es decir,  de aquello que está en potencia, en tanto esta en potencia; sería la búsqueda en tanto búsqueda. Podemos entenderlo como un estado de éxtasis y, a la vez, de moderada frustración que se experimenta al saber que hay algo más allá de lo físico que nos llama pero que, a su vez, no nos será entregado totalmente.

El amor no es la posibilidad de acceder a la plenitud, sino la inagotable intención de alcanzarla, en tanto ésta no se adquiera aún.

Lo fatídico del amor se traduce en la imposibilidad de evitarlo. No elegimos querer, así como tampoco elegimos nacer, por ejemplo. Ambos acontecimientos nos afectan en lo íntimo de nuestro ser y, a su vez, se escapan de nuestro control. Podemos racionalizar el amor, pero no podemos evitar amar; simplemente sucede.

Es necesario replantear la cuestión del sentido de lo que hacemos entre la razón y la pasión. Nuestra relación con el otro no es afectiva porque primero ha sido racional, sino que, por el contrario, es primariamente afectiva y luego racional. Es decir, que el amor se relaciona íntimamente con la indefinición, entendiendo por tal aquella zona en la que no se dominan los sentimientos.

En el padecimiento del amor, todo cálculo nos puede indicar lo inoportuno de enamorarnos y, sin embargo, nos sentimos atraídos, seducidos y embelesados por lo inconveniente. El amor tiene algo de impotencia, pues es una pasión. Etimológicamente, la palabra “pasión” deriva del latín passio, y éste del verbo pati, patior, que significa “padecer”. El amor nos toma, nos arrebata, quitándonos la posibilidad de decisión. El autodominio, la autonomía y la autodeterminación colapsan y se desdibujan frente a él, ya que éste no se sustenta en un juicio racional. No elegimos el amor, sino que es él el que nos elije a nosotros.

Si nos remontamos a la mitología griega, nos encontraremos con tres diosas que representaban diferentes características del amor: Eros, Philia y Ágape. Eros encarnaba el amor pasional, lo que actualmente podríamos denominar “enamoramiento”; Philia se manifestaba como el verdadero amor, es decir, como la dicha de amar; y Ágape, era aquella que representaba al amor sin fronteras. Desde antaño, se ha intentado explicar el amor sobre la base de relatos, mitos y leyendas. Éste, por lo tanto, es un relato en el que convergen fuerzas conscientes e inconscientes; es una idea que aspira a alcanzar cierta inspiración trascendental; es arte que conmueve, emociona, inspira y crea.

El amor ontológico, como bien mencionábamos anteriormente, mantiene las cosas unidas; se manifiesta como una unidad. La vida del hombre se ha desenvuelto, desde siempre, entre la fatídica rutina del tiempo y su ritmo, y la añoranza de la eternidad. No entendemos del todo, pero sí intuimos, que la iteración continua de los ciclos cósmicos es un símbolo de la eternidad; que nuestras pobres vidas son el remedo de una verdadera vida, y que el universo todo es un símbolo de los principios que anidan en él; esos principios son el umbral de lo inefable que nunca cesa y siempre es; son abrazados por él y en él convergen sin remedio. Lo perfecto juega a las escondidas, inmerso en lo imperfecto; lo toca, le da sentido, entidad, y desde allí nos llama y nos invita a que nos dejemos llevar por él. Cuanto más unido e íntegro se encuentra algo, tanto más perfecto es. La perfección está en la unidad. Aquello que se fragmenta y se esparce, se deshace; pierde excelsitud. Lo mismo sucede con el hombre; cuanto más unificados e integrados están sus sentimientos, emociones, voluntad y pensamiento, más uno es; está en armonía y en paz consigo mismo, con los demás y con las restantes cosas. Por consiguiente, cuanto más unificado se encuentra el hombre, tanto más lo está con el universo. Hay una asimilación, una “simbiosis” del hombre con el universo. Ambos se ensamblan como partes integradas de una misma cosa. Los principios que rigen al macrocosmos y al microcosmos son los mismos. Hombres y fuerzas del universo se complementan en una delicada armonía de virtuosa algarabía; éste es el auténtico fundamento del amor.

La tendencia actual desnaturaliza dicho objetivo e interpreta erróneamente su contenido. El afecto desaparece, las instituciones se corrompen y el compromiso se destruye. Intentamos, vanamente, encontrar en otros, aquello que no podemos alcanzar por nosotros mismos. Nos dejamos invadir por oscuras falacias; aceptamos mentiras que se disfrazan de la más suntuosa verdad. Cruel remedo de aquello que queremos pero no podemos ser. Pensamos al amor en términos de utilidad, en vez de plantearlo en pos de la otredad. Idealizamos al otro y buscamos poseerlo, porque tal vez en esa posesión encontraremos la armonía que anhelamos. No entendemos que el otro es sagrado; que en él nos encontramos a nosotros mismos desapoderándonos del “yo” en función del “otro”. En palabras del filósofo Darío Sztajnszrajber diríamos que “[u]no ingresa en un dispositivo previo en el que se construye nuestra subjetividad afectiva”.  Es decir, que ingresamos en un ordenamiento que no depende de nosotros y que construye las formas de amar. No hay un verdadero contacto con el otro. La idealización romántica del amor se torna nociva, puesto que nos conduce a la frustración. Proyectamos en el otro lo que necesitamos que sea para nuestra propia tranquilidad; lo moldeamos, lo censuramos, lo destruimos y lo recreamos. Eso no es amor. El verdadero amor es el que surge de la aceptación absoluta. Amar significa querer el bien del otro; implica adentrarnos en una partida que, sabemos, perderemos. Es admirar la extrañeza del otro, aceptar la diferencia, abrazarla, y dejar ser. El amor no tiene que ver con uno sino con el otro. El amor es entrega; es ir en contra de uno mismo. En el amor, nos retiramos para que el otro sea. En esa libertad de ser hallamos la armonía necesaria que nos permite conectarnos con el macrocosmos y encontrar la tan ansiada paz.

Benito Pérez Galdós, en su obra titulada Tormento, nos permite adentrarnos en una historia interesante que deja entrever concepciones erradas sobre el amor. Es una obra de pasión sacrílega, caracterizada por el pecado, la culpa, la expiación, y el arrepentimiento sentido, pero arduamente exteriorizado. Pedro Polo, que por salir de la miseria y del medio campesino se hace sacerdote, no halla la vocación necesaria para desarrollarse rectamente en la vida pastoral. Dicha carencia lo lleva a engañar a Dios y a sucumbir ante los encantos de la joven huérfana Amparo Sánchez Emperador. El pecado por ellos cometido se convierte en vil recuerdo de impureza, vicio y corrupción; y los arrastra a un calvario culposo de pena, martirio y damnación. Agustín Caballero, indiano enriquecido, intentará obtener el amor de la joven, a quien admira por sus múltiples virtudes, sin sospechar que detrás de ese rostro celestial se esconden secretos nunca antes revelados.

El concepto de “amor” en la obra descripta, nos lleva a analizar con profundidad su contenido; puesto que, en una primera lectura, podríamos pasar por alto la importancia que a éste se le asigna. El amor esta velado, oculto, y subyace en lo recóndito de cada página, de cada capítulo y de cada historia develada.

Tormento nos plantea una disyuntiva amorosa. Los personajes de Pedro Polo y de Agustín Caballero representan, en realidad, la dicotomía existente en la España del siglo XIX, entre la naturaleza y la sociedad; entre el idealismo y el realismo. La novela toda, es un intento de reprochar y contrariar las normas sociales preestablecidas.

El dilema y la lucha entre los contrarios se presenta, incluso, en el nombre de nuestra protagonista: Amparo y Tormento; dos designaciones que convergen en un mismo cuerpo, en una misma alma, en una misma persona. Amparo, símbolo de bondad, calidez, sencillez y sumisión, por un lado; y Tormento, sinónimo de castigo, pena, padecimiento, sufrimiento y condenación, por el otro. Dos naturalezas que conviven en una sola.

La culpa es el elemento primordial del relato. Culpa por aquello que se ha hecho y por la imposibilidad de expresarlo. Culpa que ahoga, enferma y mata por dentro. Tortura interna; suplicio agonizante; patíbulo, merecida expiación. La farsa se prolonga en el tiempo, la asfixia se vuelve insoportable. Las imágenes se suceden unas con otras en la vida de Amparo y al no encontrar una salida, intenta suicidarse. La muerte aparece como redención y salvación, como paz eterna.

El verdadero tormento de Amparo no es su pecado, sino su avaricia enmascarada. La codicia, el anhelo por salir de la pobreza, por pagar sus deudas, por tener una vida no solo digna, sino también lujosa, la arrastra al fango del que difícilmente escapará. La falta de sinceridad es su condena; la soberbia ambición su pecado.

La naturaleza, entonces, se convierte en pasión indigna, en miserable desazón, en repugnante aversión y, por eso, debe ocultarse. La sociedad, por su lado, se presenta como realidad ansiada y querida, como bálsamo eficaz y salvación redimida. Sin embargo, no es posible negar lo que el corazón anhela y lo que el alma grita. La unidad, otra vez, aparece como necesaria inspiración. Sólo cuando entendamos que debemos ser uno con nuestros sentimientos, para poder ser uno con el universo, aprenderemos a amar. Amparo no supo amar; la culpa y la deshonra fueron el precio a pagar.

A modo de conclusión, podríamos afirmar que el amor, el verdadero amor, aquel que surge de la armonía y la otredad, no tiene límites; es un querer sano, porque surge del amor equilibrado hacia uno mismo que se proyecta en un amor al otro, y éste en un amor a todo lo creado. Pero, si malversamos la interpretación del amor y entendemos por tal un amor preestablecido y necesario para conveniencia propia, entonces estaremos limitados desde el inicio. El “yo” nos limita; la extrañeza del “otro” nos libera.

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Fátima López Poletti
Estudiante de Abogacía
fatimalopezpoletti@gmail.com