Por María Agustina Nallim.
Suena una sirena ensordecedora, las campanas van de un lado al otro, los ojos se nublan y las lágrimas se resbalan una a una por las mejillas. La 9 de julio vibra, los pañuelos no dejan de ser sacudidos. Desde el campanario cae una lluvia copiosa de pétalos, de fondo el coro de salteños cantan con voz vigorosa y entrecortada al mismo tiempo; cantan los talentosos y los no tanto. Las imágenes entran a la Catedral para ser guardadas y esperar al año siguiente. El Milagro comienza a llegar a su fin. Llega a su fin pero deja Salta con todos sus lapachos en flor, deja los ceibos de San Lorenzo a punto de estallar y deleitarnos con esas flores del color de nuestro poncho. El Milagro pasa todos los años, pero cada vez que pasa nos deja la primavera, nos deja el despertar del alma, nos deja la fuerza para encarar el último tirón del año. Nos deja el corazón gigante, nos deja llenos de fe. Nos deja con algunas respuestas y un par de preguntas. Nos deja con los ojos hinchados por toda la emoción vivida, nos deja con la esperanza del reencuentro y de las segundas oportunidades.
El Milagro de Salta es realismo mágico: es ver hordas de gente unidas en el sentimiento, es ver caras conocidas y dar la bienvenida a cuerpos cansados de tantos kilómetros acumulados. Es ver al rico y al pobre enfilados detrás del Señor. Es ver niños con alas de papel crepé que simulan la de los ángeles —alas que llevan al futuro, al mundo de los sueños y de la libertad— sobre los hombros y entre los brazos de padres contracturados pero llenos de júbilo. Es ver muertos que han vuelto a la vida, enfermos que piden volver. Es ver embarazadas que rezan al lado de mujeres que buscan hijos que aún no quieren llegar. Los padres piden por sus hijos los hijos piden por sus padres.
Manzanas acarameladas, tortillas y pochoclo recién hecho conviven con cánticos que hacen eco en todas las esquinas a merced de los megáfonos, rosarios entrelazados en las manos e imágenes barrocas que datan de fines del siglo XVI. Todo eso coronado con el perfume de azahar que se desprende de los naranjos que inundan la plaza toda.
Lo más conmovedor del Milagro radica en que no se trata solo de una festividad más del culto católico; El Milagro va más allá, se trata de la religiosidad en estado puro. Se trata de la búsqueda del Absoluto. Es la comunicación del hombre con lo divino en un sentido tan primitivo que nadie puede alegar no haberse sentido tocado en lo más profundo de su corazón.
Es tan sagrado El Milagro que tamaña muestra de amor no puede ser empañada por intereses ajenos al sentir de los fieles. No permitamos que se politice… Es demasiado único, tiene brillo e identidad propia… no caigamos en la trampa; no lo merecemos.