Por Santiago Legarre.
Las neuronas del mañana: en Key Biscayne
En cada paso mío por Florida, se renueva el combate virtual con mi sobrino y ahijado, que ahora tiene nueve años. El campo de batalla permanece, aun cuando cambien los matices: la Play, la compu, el iPod, los juegos…
El niño siempre cree salir vencedor. Así, por ejemplo:
Padrino. —¿Pero vos no te das cuenta de que acabas de matar a tu hermano en Fortnite?
Ahijado. —¡Pero si vos también matabas a tu hermano, con una pistola a sebitas!
Faltó que me acusara de “pirata”.
En un nuevo viaje creí descubrir una carta de triunfo en su nuevo amigo, Ale, porque descubrí que Ale estudiaba chino:
Padrino. —Ni hao!
Ale. —Ni hao!
Ale siguió en chino, pero hasta allí podía llegar yo entonces. Pasé al castellano y arremetí:
—Qué bueno que estudies chino, Ale.
—No te creas. Es muy aburrido. Prefiero jugar más, como tu ahijado.
—Sí, pero estudiar te ayuda a fijar tus neuronas, a enfocarte; y eso te va a servir cuando vayas a la Universidad.
—No necesito eso; no iré a la Universidad. Seré un gamer. —Mirada aprobatoria de mi ahijado.
—Pero, ¿de qué vas a vivir?
—De eso. Los gamers ganan buena plata. Recién a Monster le donaron mil dólares en YouTube. ¿Sabés quién es Monster?
—Ni idea.
—Bueno, pues le acaban de donar mil dólares; y así funciona la cosa.
¿Será que funciona así la cosa?, me pregunté con mirada preocupada mientras mi ahijado sonreía victorioso, una vez más.
Un elefante en el jardín: en un vuelo de Londres a Zurich
La chica sentada atrás de mí, estadounidense, no paraba de hablar:
—Nos estafaron completamente. Es un lugar de veraneo que no recomendaría a nadie…
Un matrimonio de personas mayores, inglés, la escuchaba pacientemente y con esmerada atención. La chica seguía taladrando.
—Un sitio que jamás les recomendaría es….
Yo intentaba no prestar atención y concentrarme en mi libro, pero era difícil. En eso, la señora sentada a mi lado, unos diez años mayor que yo, quiso abrir la mesita, para apoyar algo y se le cayeron las cosas. Le ofrecí ayuda y así comenzó un nuevo diálogo.
—Vengo a Zurich a un Congreso de Psiquiatría. Soy psiquiatra, Ph.D. en Psiquiatría —dijo luego de que yo le contara el motivo de mi viaje.
—En realidad —prosiguió— el Congreso es en Constanza, en Alemania, del otro lado del límite. Pero vendrá un matrimonio amigo a buscarme.
Cuando, ya mientras caminábamos juntos hacia migraciones, le hice referencia a la parlanchina de la fila de atrás, me cortó y dijo:
—Tampoco yo podía dejar de escucharla. Para mí es un caso de stress post-traumático, mi especialidad; a esa chica le ha pasado algo; de otro modo no se explica.
Y retomó el asunto de su logística.
—Me vienen a buscar mis amigos a Zurich y me llevan ellos, que viven acá cerca, a Costanza. La realidad es que cuando éramos jóvenes, él estuvo muy enamorado de mí, pero la cosa no era recíproca. Ahora somos muy amigos; los dos estamos casados y con hijos. Me buscará con su mujer, no es la primera vez.
—Pero, ¿existe la amistad entre el varón y la mujer? Yo di una charla en la que argumenté que se trata de algo o irreal o inestable.
—Bueno, es difícil; más común entre ingleses y gente no latina —será cuestión de niveles de efusividades y sentimientos, pensé, no sé si con razón— pero cuando se da, es una de las amistades más lindas, como esta que tengo yo con él.
Con Felicity, que así se llama mi nueva amiga (¡hem!) psiquiatra, compartimos lo impensable:
—Sabés que entiendo tu amor por África. ¡Yo viví un año en Kenia!, pupila en un colegio. —Se trata de St. Andrews Turi, al que fueron varios de mis alumnos de Strathmore y también Mukami, mi adjunta.
—Antes —siguió Felicity— cuando estábamos en Uganda, ¿¡podés creer que mis padres tenían un elefante en el jardín, de mascota!? Cuando cumplió un año, lo entregamos al zoológico de Entebbe. Murió rápidamente… del corazón. Imaginate el cariño que le habíamos dado y que allí le faltaba.
¿Creer? O no creer. O reventar.