El devenir de Mariana

Por Felipe Videla.

Mariana estaba en su casa, pero no se sentía presente. Tampoco se sentía Mariana. El calor agobiante de la ciudad, sus ruidos imperativos y su falta de empatía la cansaron, y decidió salir. Al abrir la puerta se reflejó en la lámpara, pero no logró verse. Algo le impedía ver. Empezó a caminar sin rumbo. Las cuadras pasaban y ella sentía que flotaba; nada le importaba demasiado, sólo quería dejarse llevar. Los rostros de las personas le transmitían angustia, así que decidió evitarlos y apurar su paso. No podía ni quería conectar. Locales cerrados, locales abiertos, voces y discusiones, olores… todo pasaba, pero ella huía, sin saber de dónde ni hacia dónde. Todo lo que atravesaba lo dejaba atrás, sin mirar, aunque quedaba en algún lado de su ser. Mariana quería llegar a algún lado, como si su vida se tratase de eso, de llegar. No sabía muy bien si estaba huyendo de algo o yendo hacia esa meta, pero seguía. El ritmo de sus pasos comenzó a agitar su respiración y sus latidos, lo cual la obligó a concentrar su energía en su andar. Decidió comenzar a correr. La nueva velocidad la ayudó a dejar la ciudad atrás rápidamente. El verde del campo la empezó a recibir con toda su plenitud; los árboles le sonreían y el viento la saludaba, pero Mariana no podía percibir; necesitaba seguir. Corrió tantos kilómetros que perdió la noción del tiempo, hasta que de repente vio la montaña inmensa enfrente suyo. Fría pero cálida, dependiendo de dónde la mirara, pero respetable, sin dudas. Escaló los primeros metros sin pensar demasiado, como todo en ese día. Subió y subió con ese mismo ritmo inconsciente. Estaba llevada por la inercia.

En su escalada casi desesperada, tan inmersa estaba en lo que quedaba por escalar —o quizás en lo que había evitado—, que uno de sus pasos en falso la hizo tropezar y lastimarse el pie. Tuvo que parar. Sentía un dolor muy intenso en todo su ser. La bronca también apareció. Sus pies eran lo que la sostenía y ayudaba a transitar su vida. El dolor le impedía seguir ese ritmo. Miraba hacia arriba pensando cómo haría para continuar. Su actitud voluntarista y automática estaba puesta en cuestión.

Sentada en una roca, comenzó a tranquilizar su respiración y los latidos de su corazón. El dolor la había obligado a parar. Pero también la había empujado hacia otro lugar. Se dio cuenta de que no quería seguir subiendo. El sol irradiaba su cara y las flores y plantas a su alrededor emanaban un aroma a vida que antes no percibía. Como si de pronto hubiera aparecido una armonía antes inexistente. La vista la llevaba a kilómetros que la dejaban observar el verde y los colores y figuras del campo, y a lo lejos, la ciudad, su ciudad y lo que había dejado atrás.

Decidió desandar todo su recorrido. Sentía fuertemente el dolor en su pie. Eso la obligaba a ir despacio, pero le permitía percibir mucho más intensamente lo que había dejado atrás. Los árboles que antes le sonreían sin respuesta ahora parecían sus amigos, y alcanzó a abrazar a uno. Su paso era lento, pero su corazón empezaba a sonreír. La tarde comenzó a caer, mientras ella se acercaba a la ciudad. El dolor seguía allí. El movimiento del sol que parecía jugar a esconderse la ayudó a comprender. Las puertas de la ciudad se hicieron presente y volvieron los olores y los locales, los sonidos y las sensaciones. Pero Mariana parecía ahora sentirse parte de todo. Su dolor le daba un paso cansino, pero firme. Comenzó a mirar a los ojos a las personas con sus rostros angustiados. Sintió que se hacía una con su dolor, y dejó de rechazarlo. Ya se acercaba a su casa y se terminaba su travesía. Pero el sol fugitivo le recordaba que, adecuado, era el fin. Al entrar, su cara se reflejó en el único espejo. Sintió su peso en ambos pies con un poco de dolor. Al verse, sonrió.

Felipe Videla (33)

Abogado

lotasvidela@gmail.com