La nona

Por Ricardo Raspanti.

La Nona siempre está, con su habla pausada y su sonrisa amable, con caricias que son el mejor «Sana sana», con abrazos que son comidas y comidas que son mimos.
Si una imagen me viene a la cabeza es ella revolviendo una de las grandes ollas de donde sale algún aroma exquisito, mientras tararea una canción siempre desconocida para mí.
 La Nona me lleva setenta y seis años pero supongo será inmortal, si siempre estuvo es porque siempre estará.
Yo era muy chiquito cuando murió el tío Juan, pero recuerdo muy bien la chispa que tenían sus ojos antes que el dolor la apagara. Sé que Juan y el Nono están en sus tres rosarios diarios y en las Misas a las que va cuando el dolor de la pierna la deja.
La Nona a veces recupera la chispa y los espera a comer.  No me queda otra que mentirle, nunca querría ser yo el que apagara la chispa. Que seguro ya vienen, viste cómo funciona ENTEL, seguro quisieron avisar y no pudieron. Que el teléfono público de Huerta Grande suele fallar, quizá se les rompió el Gordini, que ese auto ya está viejo, que quizá haya tormenta y prefirieron esperar hasta mañana.
La Nona a veces mira por la ventana de la cocina, pero creo que en realidad mira hacia adentro, buscando tantas cosas que se perdieron en el camino. Ella nunca dice una mala palabra. Sólo tiene un chiste, que lo cuenta bajito y mirando cómplice, donde a una monja se le escapa un «mierda».
La Nona me encuentra fumando en el patio y me reta en voz baja para que no escuche papá. «No sea sonso, m’hijo», me dice con una media sonrisa.
La Nona a veces se confunde y yo puedo ser su hermano o su papá, y que la barba no le queda bien, que dónde quedó la disciplina, que qué rápido olvidó la colimba usted.
Igual no se confunde cuando me ve los ojos y pregunta por qué estoy triste, o cuando vuelo de fiebre y me lleva el té a la cama. Ni siquiera se le queman las tostadas esta vez. O cuando me recuerda el amor de Cristo en el Evangelio ante una pelea con mis hermanos y me alejo para que no me vea llorar. Me recuerda ayudar al que menos tiene y yo le digo «¡Pero si nadie tiene menos que vos!», ella ríe también y me afirma «¡Pero si yo lo tengo todo!»
La Nona no tiene miedo a nada, siempre con la esperanza inflada como vela aunque no haya viento en el barco de mi corazón. Siempre Argentina va a dar vuelta el partido, aunque vaya  0-3. Siempre esa chica se va a enamorar de mí, siempre voy a hacer muchos goles.
Mira la foto en blanco y negro de su casamiento, recita alguna frase en italiano que no logro comprender, y me dice sonriente « ¿Viste que buen mozo era tu abuelo? ¡De algún lado saliste!» y me cuenta por vez número mil sobre cuando fue a pedirle la mano, todo transpirado de los nervios, y que mi bisabuelo accedió porque lo veía todos los domingos en Misa y era educado; y por vez número mil finjo sorpresa ante la historia que nunca me cansaré de escuchar. «Papá también era buen mozo, ¡De algún lado salí yo!» y se ríe cómplice.

« ¡Claro que sí abuela, si sos hermosa!» le digo y se sonroja.
La casona de Huerta Grande tiene los mejores recuerdos de mi niñez, pero el baño del fondo siempre me dio miedo. De grande me enteré que allí falleció mi bisabuela de un infarto y siempre temí que a la Nona le pasara lo mismo.
¡Abuela, estoy de novio! Me dijo «Ceniamo nelle friggere, saranno fish o anguille» y me volvió a dedicar una sonrisa pícara. Rara vez se enoja, y cuando lo hace es en italiano.
La Nona intenta hacer pan casero pero no sale del todo bien, ya no es la misma. Es como una luz que se va apagando de a poco y yo me niego a creer que es verdad.
Llegan las noches en vela a su lado, la terapia intensiva y los nervios. La saludo sabiendo que es la última vez. ¿Cómo hacés para separar tus labios de su frente por última vez? «¡Gracias!» le digo despacito y me voy sin que me respondan las piernas. Afuera está mi primita la menor y traté de que no me viera, salí a fumar aunque el humo ni tocó mi garganta que ya estallaba en llanto. Mi tía, la más chica, me vio y me abrazó bien fuerte. «¡Ya casi ni respira!» le dije. «En algún momento tiene que dejar de respirar…», pero yo soy demasiado terco y espero ese milagro de película que nunca llegará.
Pocos me creen cuando cuento que me desperté en el mismo momento en que ella partía, como si hubiera pasado a saludar.  Miles de veces entré corriendo a esa pieza que no quise ni mirar. Mamá eligió su mejor ropa en un ritual silencioso del que no pude escapar. «¿Te das cuenta de lo que estamos haciendo? ¿Te das cuenta?» Me repetía.
El velorio no fue todo lo duro que esperé. En definitiva, llorar de más sería ingrato, luego de disfrutarla tanto. Los primos nos reímos recordando travesuras y anécdotas, emocionándonos más de una vez. Siempre me quedó esa «Culpa» de ser el mayor, de recordar aunque sea un poquito al Nono, privilegio que sólo cuatro primos tuvimos. Creo que más de la mitad de los recuerdos que tengo son inventados. Cada tanto me viene su voz con una frase intrascendente, me hubiera encantado tener un buen consejo para todo el viaje, pero no se pudo.
Luego del entierro, mi tía la menor pidió empanadas y me dijo «Che, vos que tenés llave, llegate mañana o pasado y descongelá el frízer que yo ando sin tiempo».
¡Para qué!
Treinta y dos primos descongelábamos una heladera al día siguiente, no sin poco escándalo. Quedaban sopa de verduras, milanesas, ravioles con bolognesa, empanada gallega, tarta de manzanas… pensamos rifarlos, pero ya que estábamos todos pusimos la mesa completa. Mi prima se fue al fondo y prendó el horno de barro, mientras otros amasaban pan. Las primas que llevaban buen tiempo de novias se animaron a abrir la caja prohibida y ver si el pasadísimo de moda vestido de novia, amarillento por los años,  les serviría en un futuro.
En un abrir y cerrar de ojos mis tíos fueron llegando con vino y gaseosas y de nuevo éramos cuarenta y pico en la mesa familiar, preparada por última vez por la Nona y descongelada por sus nietos.
Como nunca semejante mesa fue silenciosa. Comimos más lento que nunca, saboreando cada bocado, dejando que el tiempo y los aromas impregnen cada rincón y dejándonos golpear por cada recuerdo que venía como trompada en la oscuridad.  Por ahí alguno levantaba la mirada como diciendo « ¿Te acordás de…?» y otro asentía sin que la pregunta se hubiese formulado.
La tarta de manzanas tenía sabor a caricias en el pelo de las que curan raspones en las rodillas.
Mi hermano el menor cosechó los zapallos del patio para cocinarlos en almíbar y repartirnos un frasco a cada uno. El mío aún espera en la heladera. Tengo miedo de morir de tristeza al comerlo.

Ricardo Raspanti

ricardoaraspanti@gmail.com