Por Sofía Velasco.
Qué linda que era la granja. No recuerdo mejor lugar para crecer. Había allí todo lo que uno pudiera desear para ser feliz: pasto, barro, abundante comida, margaritas, paz. Sobre todo, eso: paz, silencio, tranquilidad. Uno podía engordar y retozar a sus anchas dando pequeños paseos por los alrededores, disfrutar una manzana de ese árbol de jugosos frutos que estaba junto a nuestro hogar, jugar con el lodo del charco junto al corral… Y también se podía simplemente estar ahí, tirado bajo el sol de la tarde, holgazaneando sin que nadie viniera a molestar, a subirse sobre sus espaldas o a pretender jugar con él a las carreras. Oh, sí, qué agradable y sencilla era entonces la vida.
Se sabía también qué era lo que se podía esperar. El futuro no era algo incierto. Algunos tenían miedo, es verdad, pero yo no. A decir verdad, a veces me gustaba escuchar a don Antonio comentar qué bien que estaba creciendo, cuánto prometía. Hablaban animadamente de todo lo que podría llegar a ser: unos buenos jamones crudos, una bondiola, un lomo ahumado, un carré para el fuego y qué sé yo cuántas otras cosas que aún hoy no sé bien qué son. Eso sí, de algo estaba seguro: yo sería el mejor jamón, ya verían. Si todos los que me veían lo comentaban tanto, así debía ser. Por eso me ufanaba y caminaba contonéandome con la nariz bien en alto. Quería que todos los que allí vivían pudieran contemplar mi potencial.
Pero, todo eso que podría haber sido, esa grandeza que me esperaba, se derrumbó en el día más infausto de mi vida. Fue esa tarde de verano en que los cuatro nietos del patrón fueron a la granja. Jamás olvidaré esa tarde. ¡Cómo gritaban esos niños! ¡Qué alboroto que hacían! La menor, Merceditas, me vio y truncó en el instante en que posó sus ojos sobre mí todos los sueños de grandeza que yo albergaba. La muy desgraciada, corta de entendederas, sin dudas, y sin la más mínima visión de futuro me pidió como mascota. «¡Mascota! Habrase visto idea más absurda», pensé en ese momento, seguro de que don Antonio me había reservado para cosas más grandes. Pero su abuelo, cegado a su vez por el «encanto» de la niña («encanto» la llamaban los sádicos) me cedió en un acto de irremediable debilidad.
Y ahora aquí estoy, en un jardinsucho feo, oscuro, sin margaritas. Lejos quedaron mis épocas de esplendor en las que podía soñar con un futuro exuberante. El moño celeste que rodea mi cuello hace de mí el hazmerreír de quienquiera que me vea. Y no hablemos del nombre, puesto que estoy seguro de que ningún jamón que se respete fue jamás insultado con el vulgar nombre de «Porky». Pero mis desgracias no acaban allí, no. A fuerza de correr (el «encanto» disfruta con montarme como si fuera un caballo y me espolea para que trote) soy nada más que un esqueleto con algo de piel pegada a los huesos. Mis frágiles patas, otrora la promesa de transformarse en los mejores jamones de la región, se han vuelto débiles como las patitas de un pollo. Jamás creí que un cerdo podía verse reducido a un estado más denigrante.
Sofía Velasco
sofiamvelasco@gmail.com