Por Luz Grané.
Agarré algunas cosas del estante, pero me pareció poco así que agarré más. Un frasco, una campana, un lápiz, media lata, una rana de cerámica. También la lámpara de la esquina que cada tanto usa para leer el diario. Y además me llevo la fuente de barro mexicana. ¿Por qué no? ¿Para qué la va a usar? Siempre con sus socotrocos de hace medio siglo. Por ejemplo, cinco tenedores bañados en plata por una vieja pelada del sur de Francia. También está el sillón austríaco, perteneciente a la prima, de la mejor amiga, del tío de Freud. Tampoco nos olvidemos de la colección de lapiceras, especialmente la supuesta Mont Blanc 1877 con tapa de silicona que consiguió en un anticuario en Riobamba y Juncal y juró, por su vida, que era la pluma con la que había escrito el mismísimo Cervantes. Todas estas cosas estaban desparramadas por el living de una casa venida abajo, que no arregló para gastar la plata comprando “chiquitaje”.
Ni esto alcanza para explicar lo particular y extraña que es esta persona. Hasta su cuerpo tiene forma rara: alto, hombros anchos, extremadamente flaco y una ceja torcida. Camina como si se escondiera o si quisiera meterse abajo de la tierra. Espalda encorvada, codos puntiagudos y el mismo sweater lleno de pelotitas.
Tiene muchas más características: todo su existir llama la atención. Pero no siempre se deja ver. Algunos días, quizá, a las tres de la mañana, en un momento de lucidez, sale del cuarto para mirar sus cachivaches uno por uno. Hasta que llega un punto en el que se cansa, deja todo en su lugar, y se mete en su cuarto. La casa destartalada está en silencio otra vez, excepto por los chirridos de las pilas de cosas que están a punto de caerse.
Luz Grané
luz.grane@gmail.com