El Conquistador

Por Ignacio Torino.

Mamá Lala lo despertó suavemente, con un beso amoroso.

– “Ina, arriba que hay que ir al Cole.  Andá a desayunar”.

Ina se levantó despacio, sin muchas ganas.  Había soñado que las Manos Mágicas le hacían un truco a Pepe Biondi.  Hizo un pis fuerte y torrentoso.  Fue a la cocina y de ahí al minúsculo comedor diario.  La taza blanca con su café con leche espumoso lo estaba esperando.  En un platito amarillo, dormían dos panes lactales.  Empezó a sopar el primero, todavía divagando por la dimensión desconocida de una madrugada somnolienta.  Apareció Mamá Lala con su camisón rosa con pintitas blancas en las mangas.  Tenía una cara misteriosa.  Le dio otro besote ruidoso y le dijo:

– “Ina, hoy no puedo ir a buscarte al colegio”.

Ina se estremeció. La miró aturdido; el pánico hizo brotar unas lágrimas casi imperceptibles.

– “Pero, ¿cómo me vuelvo?; ¿con el papá o la mamá de algún amigo?

– “No mi hijito; te volvés en el 37”, Lala respondió cortante.

“¿Solito?”, se atragantó Ina.

– “Solo mi amor, ya tenés 10 años”.

Esa mañana de clases fue un suplicio. Un mar de imágenes y sonidos aleatorios. Ni siquiera los recreos o el alfajor Jorgito de chocolate bien fresco que le compró a Mingo, lo tranquilizaron.  Finalmente, llegó el gran momento. Timbre, fila de salida y a la calle.  Ina caminó por la Av. Santa Fe hasta llegar a Callao.  La mochila le pesaba más de la cuenta.  El corazón le golpeaba el pecho incontrolablemente; tenía la boca seca y las manos muy frías.  Llegó a la parada.  Había un viejo alto y canoso y una señora muy perfumada que esperaban el 37.  Ina se dijo que no podía ser tan cagón; tragó una mínima partícula de saliva de su boca seca y recitó aterrado un Padrenuestro.

La oración lo calmó.  Lo sintió en la panza.  Se mandó un Gloria, ya más relajado, y divisó Callao hacia el norte.  Sin señales de ningún 37.  Pasaron cinco minutos y a lo lejos vio agigantarse, lentamente, un Mercedes Benz 1114 verde con su cartel en la frente que decía “Estación Lanús-37-Plaza Italia”. 

Es ahora o nunca” pensó entre afligido y resignado.  El destino no da pausas e Ina se vio frente a esa puerta mitad metal, mitad vidrio que se abría.  El viejo y la señora de la parada se apiadaron y lo dejaron subir primero.  No lo dudó (y se sorprendió de su firmeza).  Extendió la piernita derecha con fuerza y altura y dio el primer envión para subir a la mole. La mochila quiso jugarle una mala pasada pero equilibró el contrapeso con maestría. En tres segundos se devoró los tres escalones.  Ya estaba arriba.  Un pequeño paso para cualquiera pero un gran salto para Ina.  Acolectivizó y se acordó del poster de Neil Armstrong que tenía en su cuarto. 

Entró a un ambiente espeso; lo recibió nerviosamente la mirada de un chofer impaciente.  

– “¿Cuánto nene?, no tengo todo el día” ladró la ternurita del volante.

– “Hasta Lafinur y Las Heras” contestó valiente el nuevo hombrecito, con su voz de pito.

Ina le pagó sin mirarlo y tomó el boleto con disimulo.  Se acomodó en la mitad del pasillo y se sacó la mochila dispuesto a sobrellevar ese debut aterrador.  Nadie le dio el asiento; tampoco lo necesitaba. El bondi arrancó por Callao sin saber que, allí dentro, un niño de 10 años colonizaba el transporte automotor. La reencarnación de Alvar Núñez Cabeza de Vaca se aferraba con osadía y coraje a la agarradera del tercer asiento.

Así estuvo diez minutos eternos.  No pestañeó; casi no respiró. Pero esa estampa le ganaba al miedo y eso era conmovedor y atrapante a la vez.  Divisó Plaza Las Heras y después, la calle Salguero.  El viaje inicial se consumía.  La alegría de Ena se acrecentaba.  Se aflojó, soltó la manito de la agarradera, alzó la mochila y se fue para atrás.  Peligro impensado: El timbre de aviso de bajada estaba a una altura inalcanzable.  Miró a su alrededor; no había ningún pasajero cómplice que descendiera con él.  Se asustó, se contorneó y sin pensar gritó con su vocecita aflautada: “Parada!!!”; y por las dudas repitió el grito, esta vez más fuerte y más aflautado.

Al colectivero le llegó la onda expansiva y lo miró con odio a través del espejo central.  Ina se puso colorado y le señaló el timbre inalcanzable.  El colectivero se apiadó, frenó casi en seco y luego acomodó el colectivo a la vereda.  Ina bajó por atrás. Lo había logrado: había domado al 37 solito y solo.  La felicidad lo invadió por completo.

A unos metros, Mamá Lala bajó del taxi, con el corazón en la boca.  Había digitado todo el trayecto, como una buena espía de la KGB.  Entre lágrimas y risas, estaba orgullosa de su pequeño gran primogénito.

Ignacio Torino

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