Por Estefanía Servian.
Pasaron años, pero una amiga recuerda exactamente a dónde estaba parada con su valija en una estación de Luxemburgo ni bien llegada cuando se dio cuenta de que no quería vivir ahí.
La valija, el recorrido realizado, cómo estaba vestida, lo nublado que estaba, y su teléfono móvil. Todo. Y en el recuerdo siente también lo mismo que ese día. No sabe exactamente qué fue, pero hubo algo más que la hizo tomar la decisión de la que no se arrepintió nunca. Cuando lo cuenta –y cada tanto lo hace– no trata de explicar por qué no le dio ni una mínima oportunidad ni a la ciudad ni a la gente ni se tomó unos días para meditar la situación. “Sentí que no”, dice escueta. La gente se suele sorprender (expresado como: “me hubiese quedado, de ser tú” o “seguro que a la larga te hubieses terminado acostumbrando”) porque, por lo general, tal sorpresa proviene del pensamiento de lo que uno haría, imaginándose en ese mismo lugar, como si fuese ella.
O la opinión sobre la persona que decide de un día al otro mudarse de país, atravesar el mundo entero para ver cómo será eso. Y con la misma rapidez admirable en la toma de decisiones, a los meses, vuelve y cuando le preguntan si está loco responde que más feliz no podría estar. Y lo ves y está re contento.
Esa situación cotidiana que un día se torna diferente. Los que están sentados un día cualquiera escribiendo un mail y a las dos horas están cerrando la computadora preguntándose por qué; el momento en que uno se da cuenta que ese trabajo ya no es.
Los que dejan la carrera que tantos años de estudio les costó para sacar fotos; la persona del bar en la playa que en otra vida fue contador. La amiga que deja al novio a punto de casarse, ruptura bastante obvia, pero que se pensó que no sucedería ya porque habiendo llegado hasta ahí…
La discusión en la calle de una pareja, uno de los dos llorando. O cuando escuchás que es uno quien contesta por el otro; no cuando alguien completa tu frase, sino cuando te quieren callar. Es el gesto de desaprobación innecesario o de sorpresa, o simplemente la inquietud.
Y ahí está justo nuestro propio límite. Lo que estamos dispuestos a soportar, el segundo que nos puede cambiar la vida o tal vez no. Eso que vemos en los demás y no entendemos por qué toleran determinadas actitudes, gestos; por qué a ciertas personas sí y a otras no. Porque nos molesta tanto la impuntualidad en alguien y, en otro caso, se la dejamos pasar. ¿Por qué aceptamos ese consejo de esa persona especial y no escuchamos otro con esa misma excelente intención? Aunque te lo hayan dicho mil veces, lo hayas visto otras tantas, hasta que no que llega a un punto uno no sale, no se queda, no lo ve.
¿Por qué algunos toleran algunos gritos, destratos que prometieron y aseguraron que no soportarían de nadie? ¿Por qué nos enamoramos de ese tipo de gente que pensamos que no? ¿Por qué aconsejamos lo que no hacemos o ni siquiera haríamos? ¿Por qué nos sorprendemos –incluso con nuestros actos– al tolerar algunas cosas? ¿Por qué, aunque no haya cambiado nada, ahora nos sentimos distinto?
La respuesta a todas las consultas está en nuestro propio límite. Y seguimos con esa duda, con esa inquietud eterna al mirar a los demás y a sus actos, sin entender que siempre miramos desde nosotros, nuestra propia circunstancia en un día concreto. “Hoy no se lo permitiría” podemos pensar; pero en este “hoy” eso nunca hubiese tenido ni un poco de lugar.
Damos los mejores consejos cuando estuvimos ahí, creemos, y tal vez nos agarramos la cabeza ante quien no escucha toda esta “sabiduría” que trajo la experiencia.
Sacando el caso de mi amiga y su relato de mudanza fallida en particular; incluso en nosotros mismos nuestro propio límite va cambiando. Lo mismo había dicho ella cuando era niña sobre la ciudad de la luz y, sin embargo, la visitamos cada tanto.
Estefanía Servian
estefiservian@hotmail.com