Por Ricardo Raspanti.
Qué jugador Davor Šuker. El croata se llevó el premio al goleador del Mundial disputado en Francia 1998, con una selección con menos de diez años de vida, y un meritorio tercer puesto. Ese mundial fue el primero en el que lloré, cuando niño, abrazado a la almohada de papá que intentaba consolarme tras la eliminación de la selección argentina. ¿Se acuerdan? Holanda 2, Argentina 1… La infantil expulsión de Ortega… desde ese día nunca más le dije “Orteguita” y le hice la cruz. Sí, quedé huérfano de uno de mis ídolos futboleros.
En los recreos era fácil: al arco eras “Lechuga” Roa, ignoto hasta entonces y héroe luego de atajarle penales a Inglaterra, sí, justo a los malditos ingleses. Como 9 eras el indiscutido “Batigol”, Gabriel Omar Batistuta. ¿Y en tercer lugar?
Muchos de mis compañeros optaron por Ronaldo, el fenómeno. A mí me tocaba el honor elegir un brasilero. Otros elegían al mago, Zinedine Zidane… pero yo quería ser original. Amparado en un lejano pariente Yugoslavo, opté por Šuker. Luego de que señorita me explicara brevemente la independencia croata, tuve que consultarlo en casa para luego poder decir que era descendiente de croatas y que iba por ellos en lo que restara del Mundial. Así cuando al gol no lo metía el Bati, lo metía Davor.
Los años pasaron y así nació mi gusto por coleccionar camisetas de fútbol. Tengo muchas de mi amado Belgrano y algunas pocas rarezas. A cada conocido que viaja le encargo alguna.
La figurita más difícil que tuve la encontré de casualidad, Boca 1992, la del “Manteca” Martínez. La compré en un ropero comunitario por dos monedas a una vieja que no tenía idea de qué me estaba vendiendo. Con esa “joyita” en mis manos me metí en foros de coleccionistas: “Cambio solo por Argentina o Croacia, titular o alternativa, Mundial 1998”. Muchas negociaciones después, rechazando cientos de casacas de clubes que no me interesaban, apareció justo la casualidad que necesitaba: uno dispuesto al cambio, al que tuve que ponerle una cuantiosa suma encima, y tuve mi casaca original croata.
Todos estos hechos repasaba mentalmente en el calentamiento previo al partidito de los martes. Era la ocasión anual en la que me permitía usar mi remera favorita, con el 7 impreso bajo las letras “Šuker”, ¡si hasta me volvía a sentir un niño!
Menos de dos años antes había empezado a jugar, como suplente habitual, con ellos por un amigo en común; el resto eran puros conocidos.
Casi como una premonición, el cuidador de la canchita estaba escuchando lambada… ¿Quién puede jugar al fútbol así? Y la mala suerte no se hizo esperar, me tocó jugar con la pechera roja inmunda sobre mi amada remera, pese a mis protestas. Tres minutos después las cosas empeoraron: “Che, Pacheco se confunde”, gritaron los de mi equipo. En un instante de nebulosa terminé yo con la del Liverpool inglés y él con mi prenda más querida. ¡Justo yo que desde Malvinas y la insistencia de mis señoritas de primaria que detesto a los ingleses! Pero no hay caso, Pacheco era el mayor del equipo y no me animé a decirle que no. Ahora no me parecía tan horrible la pechera que llevaba encima.
Veía moverse con magnificencia la remera, con pánico a que alguien lo camiseteara. Veía ondularse con los movimientos ese estampado hermoso, esos cuadraditos rojos y blancos debajo de las manga azuless… la transpiración de Pacheco que chorreaba bajo un insoportable calor. “¡Qué jugador, Davor Šuker!” le grité, y él me devolvió una última sonrisa.
Me gustaría poder darle un efecto poético y decirles que todo terminó en un golazo de cabeza, pero no. Ni cerca, Pachecho intentó saltar, pero quedó treinta o cuarenta centímetros por debajo de la pelota, y cayó desplomado al piso. Quien comparte conmigo la desgracia de haber visto un infarto en vivo, coincidirá en que, cuando fulminante, es como intentar parar una bolsa de papas, sin reacción posible. Vi toda la secuencia en cámara lenta, los pocos segundos que tardamos en saber que no era un chiste, Walter corriendo a llamar una ambulancia desde su celular, Germán gritando “¡Pacheco, Pacheco, reaccioná!”, Daniel improvisando RCP y el ojudo del que nunca recuerdo el nombre gritándome “¡Gringo, trae el auto!”.
Nunca manejé con tanto cagazo en mi vida. Pasé el auto a nafta, con las balizas y las luces altas puestas, tocando bocina. Todo el camino el ojudo llorando “¡Dale, Pacheco, dale!”
Llegamos tarde al hospital, no hubo nada que hacer. Un médico me dio a mí la terrible noticia y yo no sabía ni a quién avisarle. Walter me sacó del apuro y llamó a la reciente viuda…
“Chicos, a bañarse y dormir que a las siete nos vemos en la funeraria”. Y yo volviendo a casa con la remera del Liverpool.
A la mañana siguiente conocí a la viuda, destruida como ninguna, pobre señora. Grande fue mi sorpresa al ver a Pacheco en el cajón con mi amadísima remera. “¡Esa es mi remera!” Se me escapó casi sin querer.
La viuda me miró sorprendida “¡Con razón nunca se la había visto! ¡Yo quería enterrarlo con la que juagaba siempre, la roja!”. “La tengo en el auto, ya se la traigo”.
Como en un ritual, la viuda olió profundamente la transpiración de la remera roja de Pacheco y se la apoyó en el pecho, bien estirada.
No, no pude decirle que en realidad ese olor era mío. Lo que sí pude decirle, a duras penas fue: “¿No va a hacer el cambio de casaca?”
Forzó una media sonrisa y señaló con la mirada el salón lleno de gente. Sí, el cambio era imposible.
“No me voy a olvidar nunca que lo enterramos con tu remera”, empezó su descargo la viuda de Pacheco. “Ustedes eran su cable a tierra, su distracción, sus amigos de verdad… vos tampoco vas a olvidarte nunca que fuiste el último en usar la remera que él venía usando hace tantos años”.
Mi última chance, pensé: “Por eso, señora, ¿no se podrá hacer el cambio? ¡Así lo entierra con la suya y yo guardo su sudor de recuerdo!”
Con su mirada fulminante me confirmó que no, marcando los treinta años que me llevaba como razón suficiente para que yo no insista.
Aunque apenas lo conocí, el entierro de Pacheco fue un compromiso ineludible. “Qué jugador, Davor Šuker”, le dije por última vez. Vi cerrarse el cajón, vi a los empleados del cementerio tirar dos metros de tierra sobre la remera que tantos años tardé en conseguir y, por primera vez en mucho tiempo, lloré amarga y sinceramente.
Ricardo Raspanti
ricardoraspanti@gmail.com