Por Josefina Galvarini.
Desafío. Crecer. Aprender. Experiencia. Conocer. Superar obstáculos. Intentar. Caer. Fracasar. Reducir. Estancar.
El cambio, el traslado de una situación a otra diferente, es la única constante (valga la ironía) dentro de la vida humana. Todos estamos expuestos a adaptarnos a continuas modificaciones, sustanciales o imperceptibles, queridas o temidas, que van formando el torrente de nuestra experiencia.
El momento en el que termina el colegio secundario y comienza la universidad es uno de esos cambios que algunos tenemos la suerte de enfrentar. Y, cuando para cualquier adolescente supone una modificación trascendental, para aquellos alumnos que vienen del interior existe paralelamente toda una serie de cambios que, quiérase o no, influyen de manera categórica sobre la vida universitaria que allí se inicia.
Desde mi experiencia personal, el comienzo de la universidad significa establecer una distancia física de tres mil kilómetros con mi familia, lejos de la ciudad, el hogar, el clima, la rutina, la comida, el contacto y los afectos que conozco. Todo esto supone una carga emocional extra que, en varias ocasiones, amenaza con hacerme trastabillar, pero que se puede sortear. La nostalgia y el desarraigo se palian con visitas ocasionales, llamados larguísimos y el descubrimiento de una nueva independencia y de nuevas rutinas que pueden volverse placenteras.
Para todos los “provincianos”, es un esfuerzo aprender a cocinar, entender el recorrido de los colectivos, ubicar calles y edificios, enfrentar la inseguridad (hasta ahora, ajena en lugares donde hasta hace poco no había necesidad de cerrar el auto de noche), el aire acondicionado, los insectos… ¡y siempre lejos de quienes nos solucionaban todos esos problemas!
Algunos niegan todo ese desarraigo y nostalgia, pero creo que nadie puede sinceramente declararse excluido de esta situación.
Sin embargo, día a día, los problemas van solucionándose. Las rutinas se establecen, aparecen nuevos amigos, nos adaptamos al lugar y a los tiempos nuevos. Y el esfuerzo se ve recompensado… o no.
A un año de haber partido de la ciudad que me vio crecer, percibo una marcada tendencia que distingue a los que vinieron a Buenos Aires a “vivir” de los que vinieron a “estudiar”. Los primeros se dejaron conquistar por las nuevas libertades, las salidas novedosas e ininterrumpidas. Los segundos intentan justificar el sacrificio de la distancia haciendo todo lo posible para lograr el objetivo. Y el logro es la recompensa más dulce al esfuerzo y la entereza a la que nos obliga el cambio.
En este camino de transformaciones que fue mi primer año de facultad, me di cuenta de que, en toda elección, se gana algo y se pierde otra cosa. Perdí tiempo con mi familia y (como muchos otros compañeros) alguna que otra salida nocturna, pero gané nuevas experiencias, lecciones de paciencia, nuevas amistades y la posibilidad de reconocerme como parte de nuevos escenarios.
Autodescubrirnos, darnos cuenta de que podemos adaptarnos a situaciones desconocidas, sin dejar de cumplir objetivos y pasarla lo mejor posible, es una de las cosas más gratificantes que enseña este “cambio”.
La capacidad de superar los obstáculos y sacar cosas buenas de entre todo lo malo proviene (según mi creencia) de la guía que cada uno recibió, de la contención y motivación que únicamente la propia familia puede dar durante toda la etapa previa y también a lo largo de la vida universitaria.
A ella le debo la superación y maduración que hoy comienzan a notarse en mí.
A ella, cada uno de mis logros.
Josefina Galvarini
19 años
Estudiante de Derecho