Por Santiago Legarre.
Qué hermosa estabas esa noche, dale, vení,
música, vení, corchea y fusa y semifusa y
silencio, silencio, qué bella palabra.
Santiago el Menor
Apenas distingo las siete siluetas arriba del escenario instalado sobre uno de los arcos de la cancha de Vélez. Me cansé. Mejor miro las pantallas gigantes —malditas pantallas, me recuerdan otra vez al PowerPoint—.
Ahora enfocan a Juan, el bajista de Maná. Podría decirse que es una momia el tipo. Según mi amigo Juan Martín Galeano, los pilares de un grupo de rock son el bajo y la batería, instrumentos que, paradójicamente, suelen pasar inadvertidos. Pero lo de Juan, el de Maná, me resulta excesivo; excesivo perfil bajo, tanto musical como de cualquier otro tipo. “Nada que perder”, como reza una de las canciones más viejas de la banda mexicana.
Es entonces el momento de Sergio, el guitarrista. Éste sí que es músico en serio, un auténtico virtuoso —no encuentro una palabra menos gastada para expresar su proficiency—. Tiene la cara abstraída, parece drogado. Lo drogan las cuerdas del millón de guitarras que pasan por sus manos durante el recital. Una pena que no haya cantado la única canción que escribió para Maná; me gusta tanto, está en el disco anterior: “No sé qué voy a hacer sin tu cariño, no sé si viviré sin tu cariño…”.
Llega un plano de Alex, el carismático, el baterista, “compadre” del cantante —eso revelaría Fher al final del show—. ¿Qué habrá querido decir? ¿Estará Alex casado con una hermana del líder? ¿Habrá sido ella la que le regaló al batero sus tres hijas, las mismas que bendice en los agradecimientos incluidos en el último cd? ¿O “compadre” en México querrá decir algo distinto? Al margen, Alex siempre acompaña discretamente las canciones, aunque ahora se transforma en un fabuloso malabarista durante un sorpresivo solo, el más largo que he disfrutado en mi vida. No hay muchos bateristas que manejen los palitos de espaldas, de pie, de rodillas, a ciegas, como este “muchacho” de aros enormes que juega a ser rebelde, al tiempo que sus tres hijas, que acaso esperan en el hotel con mamá, seguramente lo obligan a jugar a ser padre.
La pantalla muestra a Fher. Cantante. Líder. Y, más importante aún, genio compositor. La mayoría de los temas de Maná han partido de su corazón, su imaginación, su inspiración: son su música. Por si fuera poco, los años no cascaron la voz musical de Fher: conserva esa tonada un tanto misteriosa y ligeramente ronca que enamoró a los argentinos desde que hace añares cantó para nosotros “Vivir sin aire”. Y, además, en esta noche fría de mayo, tal vez por su simpatiquísima panza, su figura pega mucha onda con la gente. Qué buena onda tiene el flaco —digo, el gordo—. Lástima que a veces la sexopatía le queme alguna neurona y nos lo refriegue con comentarios guarangos —me recuerdan el repugnante clip de “Mariposa traicionera”, una lamentable traición para mí por su obscenidad; mejor olvidarlo—.
Ahí se acaba Maná: una momia, un músico, un malabarista y un genio. Pero esta gozosa Gestalt hace trampa: veo tres siluetas más sobre el escenario, y ahora las pantallas no me ayudan —¡benditas pantallas, volved!—: las cámaras nunca enfocan a estos supernumerarios. Uno toca el teclado, otro percusiones varias y un tercero, guitarrista, cubre a Fher en los coros. ¡Trampa, trampa, trampa! Hay que ver a un trío como Rush tocando ante 50.000 almas en el Maracaná para entender por contraste la defección de Vélez. Y, al mismo tiempo, desentrañar cómo tres pueden hacer el trabajo de siete… Y hacerlo mucho mejor, si es que la comparación fuera posible en este caso —en verdad nunca lo es: “Quantitative judments don’t apply”—. Igual no importa: la licencia que se toma Maná —idéntica a la que se toman todas las bandas comerciales habidas y por haber— produce la relajación escénica necesaria para introducir cosas que el público disfruta y festeja: Fher extiende la mano a una espectadora y la ayuda a subir al escenario, mientras ella es silbada masivamente cuando declara ser de Recoleta —qué resentidos son muchos argentinos—. El cantante la sienta junto a él en un sillón, y los dos beben una copa de vino mendocino. En otro momento de relax, el genio gordo ilumina con un farol las distintas tribunas diciéndole algo lindo a cada cual; salvo a los infelices que han pagado una fortuna para estar en primera fila, y que se ligan un reproche: el señor de la voz rasgada los acusa de frialdad, de “poca vibración”, mientras ilumina a la tribuna más distante del escenario. Para él —igual que para mis amigos Javier y Soledad—, los verdaderos fans son aquellos alejados que seguramente ven poco y nada: el precio de haber pagado, como yo, 15 dólares: una verdadera ganga para un recital tan espectacular y encantador, que seguramente tiene una producción de costo millonario.
“Well, I’m back”. Esas palabras puso Tolkien en boca del Hobbit Sam Gamgee para estampar, a continuación, el punto final de su fantástica trilogía fantástica.
Aquí estoy yo, de vuelta también,mi dilecta Universitas, alma mater que me revelaste casi todo lo que vale. Y me viene a la cabeza otra vez la bonita canción —la única— que Sergio, el guitarrista, escribió para Maná: “Tanto tiempo sin vernos a la cara, si siquiera te pudiera acariciar…”. Y aquella otra, nadie sabe quien la escribió, sólo su autor: Hello, love, so good to see you again, it has been a long while, some 12 years, right? You were already old when I touched you for the first time, you are even older now, and, indeed, I am older too.
De regreso, mi dilecta, después de más de una década. Te noto bien, amor, y eso que no es fácil esto de volver a empezar. Pude vivir un buen rato “sin tu cariño”, y no me fue nada mal. Ahora vuelvo a vos, pero no te acaricio, dejemos eso para más adelante, para la luna de miel, si es que antes hubo casamiento, amor.
“Amar es combatir”, así se llama el nuevo disco de Maná presentado aquella noche estrellada de mayo ante un estadio repleto, de gente, de frío, y de calor humano. Es buena la idea, también la tenía Josemaría Escrivá: “Pax in bello”, decía: para hallar la paz, paradójicamente, hay que hacer, figurativamente, la guerra; y decía también, citando a Job, “La vida del hombre sobre la tierra es milicia”. Es verdad, hay que combatir si de veras se quiere amar. Amor: estoy listo otra vez para el combate.
Santiago Legarre
39 años y 1 día
Profesor