Por María Soledad D’Agostino.
La mirada le pesaba por la inundación incontenible de todos los recuerdos inertes. Él pensaba en un solo espacio vacío: el de ella. Y, en el pecho, una posesión robada, que se enterraría inapelablemente entre las manos yertas que otrora acariciaron su vida. Cortejada por velas innumerables, su mujer descansaba para siempre. La belleza muerta de su rostro ruborizada sólo por el maquillaje. Lázaro Aguerre se había sentido aplastado por cada minuto sin Clemencia. Todo era injusto: el futuro negado, la compañía ida, esa prematura y dolorosa soledad. Nada reemplazaría lo que había perdido. En el brillo mordaz de las velas, mudas testigos de aquella macabra escena que oscurecía el sexto piso de su departamento en Quintana y Parera, se consumía. Los presentes, anónimos a su mirar náufrago, se acercaban vacilantes, seguros, compungidos, animosos… Pero él sólo registraba una sucesión de imágenes sin sentido, en blanco y negro, de la que sólo deseaba ser ajeno.
Lázaro y Clemencia se habían casado un jueves de lluvia. La alegría reventaba en sus semblantes mojados, que, atados por el amor, habían olvidado los imposibles y las trabas para su unión. En la iglesia del Pilar juraron cuidarse, amarse y respetarse hasta que la muerte los separara. Y así sería. Pero la muerte se la había llevado a ella mucho antes que a él, y eso le pesaría hasta el último día de su vida. ¿Su vida? ¿Qué vida, sin vos, Clemencia? El amor de su mujer había sido el sentido que ahondaba todas sus experiencias, desde la más ínfima, hasta la más plena. Sin esa adorada profundidad, el existir de Lázaro sería amputado: andaría con los hombros pesados por un mundo al que ya no podía ni quería entender. De a ratos pensaba que lo mejor que podría pasarle era desmayarse, perder el conocimiento, y despertarse en otro lugar, lejos de aquel cuarto grotescamente inmenso, lejos de aquel silencio indecente, lejos de todo. Menos de ella. Todo eso valían sus lágrimas. Todo eso gritaban a oídos sordos en esta despedida interminable.
Arrastró sus músculos al cajón y dejó caer el peso sobre sus rodillas. Entre los brazos enredados de su mujer sepultó su cabeza. Ya no le quedaban fuerzas para llorar. Allí permaneció, como un niño que se aferra inútilmente a un juguete roto para evitar que se lo quiten.
Una mano diminuta heló su hombro y lo sacudió un escalofrío. “No llores, Lázaro…”, lo estremeció una pequeña voz. La respiración se le escapó cuando se fijó en la criatura que se sostenía de pie a su lado, con ojos fijos en Clemencia. El viudo enseñó los dientes, como un reflejo: “¿Quién sos?”. El niño giró bruscamente la cabeza, como si le hubiera dado una contorsión. Lo miraba ahora a él. Su cara parecía un retrato mal hecho: era humana, familiar, pero a la vez sobrehumana y anónima. Su mirada lacerante dijo más que cualquier sonido. Lázaro quiso evitar esos ojos, que devoraban la habitación como dos abismales agujeros negros. “Me llamo Ciriaco”. Al viudo se le aflojó el cuerpo y, de no haber sido porque aún se sostenía en el cajón de su esposa, se habría desvanecido. “No puede ser…”, atinó a decir. Su mirada se volcó sobre el cadáver de Clemencia, como inquiriéndole con suplicio, con congoja. Con desesperación. El niño lo miró extrañamente, en sus pupilas una amalgama de misterio y profundidad disonantes con su temprana edad.
Una pesada sensación de aturdimiento lo ahogó. Lázaro conocía perfectamente aquel nombre; de hecho, había creído hasta entonces ser el único que lo conocía en el mundo, ahora que su esposa había fallecido. El cerebro le palpitaba con las palabras de Clemencia, sobre aquel puente del Jardín Japonés, un año antes de morir: “Le pondremos Ciriaco, como mi tatarabuelo. Me gustan los nombres originales, tienen personalidad”. A partir de entonces, todo había ido mal. Antes de la bendición sacramental de su unión, supieron que jamás verían nacer un hijo vivo. Pero aquello no fue suficiente golpe para derribar el amor que se tenían, y se casaron, arrastrando como a una bola de iridio, el veredicto médico. Lázaro se sostuvo la cabeza: nunca le había pesado tanto. Sacudió la mirada, como queriendo despertarla: “¿Sólo Ciriaco?”. El niño lo miró con obviedad: “Claro que no: Ciriaco Aguerre”. El viudo deseó haber escuchado mal. Había esperado esa respuesta, y eso le reforzó la certeza de que estaba enloqueciendo. Reparó en círculos en las personas a su alrededor: nadie parecía notar la presencia de Ciriaco. De hecho, nadie parecía notarlo a él, hablando solo, y perdido en gestos extraños.
“¡Yo no tengo hijos!”, rugió Lázaro, y echó a llorar con fuerza. Los presentes se estremecieron por un segundo, apenados por aquel grito incoherente. Se oyeron algunas voces dolientes, pero nadie consideró que la escena mereciera demasiada atención en ese contexto. El niño parecía no atender a las reacciones bruscas del viudo: lo miraba en silencio, apuntando los ojos como dos puñales brillosos. “¿Qué más puedo darte?”, imploró Lázaro. “Quiero que vengas conmigo… Te puedo llevar con mamá…”, tentó el muchacho. Al viudo se le secaron las lágrimas al sonido de aquella última palabra. Revivió las risas, las peleas, la mudanza al mismo lugar en donde ahora la velaba, los vaivenes de los días juntos y separados, los viajes al campo en el sur de Córdoba, los proyectos, el año de novios… y vio todo estrellarse en aquel sacrílego accidente automovilístico, que se cobró lo más valioso que tenía su vida: vos, Clemencia. Y allí estaba ahora, postrado ante un muchacho anómalo que le ofrecía restituir todo aquello como por obra de magia negra. Oyó risas de niños, se volteó, sintió frío, miró a Ciriaco con pánico… “¿Qué sos?”, se aterró ante la posibilidad de cualquier respuesta. “¿Vienes o no?”, dijo el niño, riendo divertido por aquel juego siniestro. Lázaro se ahogaba en la duda que ya no era duda y sollozaba, abatido. Temblaba de frío, o de miedo, ya no lo sabía, y sus pulmones manoteaban el aire, como si fuera la última vez que respirarían vida. Fijó la vista en la ventana, en un escape, en una tétrica solución. Su cerebro era un reñidero de pensamientos que se despedazaban como un animal entre garras carroñeras. Tambaleaba en su interior con los ojos arrancados: la felicidad para él no estaba en la vida, tendría que ir a buscarla adonde se le había ido, quitársela a quien se la había robado. Sintió desconsuelo, encierro, finitud… cobardía. El pulso se le agolpó en las sienes como si la cabeza le fuera a reventar de sangre…
“¿Vienes?”, reiteró Ciriaco.
Los labios convulsos de Lázaro palidecieron al querer vomitar una respuesta.
No supo más que asentir con la cabeza.
Un viento fuerte entró empujando las cortinas, sopló y extinguió las velas, y el cuarto quedó a oscuras. Lázaro caminó de la mano de Clemencia hacia la ventana, y cayó hueco en un drama mudo, como un ángel a quien le fallan las alas…
María Soledad D’Agostino
20 años
Estudiante de Comunicación
ms.dagostino@sedcontra.com.ar