Pueblo estúpido

Por Pablo Carrasco.

Los argentinos no somos prepotentes: somos sentenciosos.

Todos sabemos, como ya se ha repetido hasta el cansancio, que los argentinos sentimos un peculiar regocijo al corregirnos los unos a los otros, señalar defectos ajenos, subirnos enajenados al púlpito e imprecar contra todo y contra todos.

Y como yo también soy uno de ellos, es decir, tomo mate, juego al truco, degusto asados y adoro el fútbol, me hice aquel día un lugarcito en el estrado, ya que tenía algunas cosas para decirles. Recuerdo que hinché el tórax como un sapo, miré a la multitud convocada enorgullecido de mi superioridad, sonreí socarronamente y les espeté:

-A ustedes, queridísimos compatriotas, a ustedes quería hablarles y echarles en cara todos sus defectos.

La plebe se sintió satisfecha. Comentaban entre ellos:» Éste es un argentino como la gente. Al fin alguien que nos va a decir la verdad…»

Y destacando mi modulada voz por sobre el murmullo de aprobación, aproveché la entusiasta acogida para lanzarles mi andanada de insultos:

— ¡Pueblo estúpido!

Se hizo un silencio sorpresivo.

— Sí, sí, a ustedes les digo.

Se miraron los unos a los otros. Pensaban que le estaba hablando al que tenían al lado.

— Por olvidarse tan pronto del pasado. O mejor dicho: por olvidar de que se olvidan siempre. Y creer que repetir algo hasta el cansancio es no olvidárselo. ¡Pueblo estúpido! Es tan sólo cansarse de ello antes de habérselo olvidado.

Se seguían mirando entre sí, incrédulos. Me sentía enorme, volátil, fortísimo. Todo eran nuevos ánimos para gritarles con aun mayor denuedo:

— ¡Pueblo estúpido! Porque no pierden la costumbre de repetir siempre viejos errores. Y de repetirse. Y de repetir los errores, y repetir y repetir hasta el cansancio. Por eso están siempre tan cansados y tan equivocados: porque confunden repetición y terquedad con tenacidad.

Una especie de frenesí comenzó a invadirme. La lengua se me inflamaba y ocupaba el espacio de toda la boca. Algunos se codeaban entre sí. Otros murmuraban un “estúpido será usted”, sin atreverse a decirlo en voz muy alta, aunque con mucho respeto.

— ¡Pueblo estúpido! Y se lo digo a ustedes sin temor, sin tapujos, a ustedes que cruzan siempre la calle con el semáforo en rojo. En auto o a pie. Lo mismo les da. Porque lo único que les importa es no ser legales, poder demostrarle al mundo (siempre creen que el mundo está pendiente de ustedes) que nada hay por encima de cada uno, ni siquiera la ley.

Entonces, sin pausa y sin esperar ya aprobación alguna, les largué mi rosario:

— ¡Pueblo estúpido! Por pagar lo que no debe y  no pagar lo que sí debe. Esa costumbre tan arraigada en sus costumbres.

«Y más aún: estúpido por creerles a sus políticos, por aceptar resignadamente que una clase dirigente les robe su dinero, compre a los jueces que deberían garantizar su inocencia y la culpabilidad de sus ofensores, pague al senado (con minúscula) para aprobar una ley, ampare al rico que le paga y desvalide al pobre, y claro, siempre y cuando no haya elecciones, para que le compre al pobre su voto y le robe al rico su dinero para la campaña.

«Estúpido por aceptar todo eso como oveja (que además de oveja es estúpida) y, en su coherencia, no sentir remordimientos de ser capaz de odiar, de matar e incendiar por cosas tan nimias como un corte de pelo, una pollera corta, una religión distinta o un jefe malhumorado.

«Estúpido por sospechar de todo y de todos, al punto de no hacer nada con nada ni con nadie.”

(Mis palabras proféticas ensalzaban mi figura y mi papel en la historia. La muchedumbre me abucheaba.)

— ¡Pueblo estúpido! Porque vive quejándose de la falta de trabajo y, cuando lo tiene, hace pausa: hace pausa para el café de media mañana, pausa para la merienda, pausa para responder, pausa para llamar al plomero o a mamá, pausa para evacuar intestinos, pausa para recargarlos, pausa para hablar y para pensar.

«Estúpido, por abusar de la coherencia. Todos los males y todos los crímenes, en nombre de la coherencia. ¡Estúpidos, pero coherentes!”

(La multitud enfervorizada me lanzaba mayor cantidad de insultos aún. Nadie es profeta en su tierra.)

— Estúpido por  su susceptibilidad patronal, por esa idiosincrasia que lo lleva a esperarlo todo de un patrón sin dar nada a cambio.

«Estúpido por el odio que le inspira cualquier persona por el solo hecho de ser patrón y estúpido por la voluntad destructiva que le sobra para acabar con ese patrón y no con otros males más nocivos.

«¡Estúpidos a los que al leer esto se sienten aún más cerca del dolor proletario, sin querer ver que aquí nada se dijo que tenga que ver con eso! ¡Estúpidos por llamarlo patrón, en un arranque de estulticia aguda!

«Estúpidos a todos los demás, a todos los que sueñan con mesiánicos liderazgos, porque cuando cualquiera de ellos accede a posiciones de alto nivel jerárquico, especialmente los pusilánimes, gusta de hacerse llamar patrón, profesor, consultor, doctor, licenciado, jefe, ministro, eminencia, señoría y tantos otros títulos. Estúpidos a todos ellos, sin distinción de raza, religión o color, porque pretenden recuperar el tiempo perdido sintiéndose ahora muy importantes, echando en cara el no haber sido nunca reconocidos en sus talentos (repiten soñando despiertos: «realmente soy más de lo que siempre creí ser»; y agradecen al psicólogo ochocientos años de terapia y ochocientos millones pagados al profesional) y aprovechando el reciente puesto (virtual o real) para señalar los errores de los demás, descansar, oprimir, explotar, no pagar, mirar por encima, insultar, aclarar, poner en su lugar, decir lo que nunca dijeron -especialmente los pusilánimes-, jugar al juego del patrón y el explotado -pero visto desde arriba-, todo junto o sólo en parte.

«Estúpidos los dos, los de arriba y los de abajo, por su estúpido juego de ignorancia y redención falaz. Por su hipocresía, sus mendaces acusaciones, por su distorsionada concepción de la realidad, por su alegría idiota, por su tristeza ridícula, sus pastillas para la depresión y sus botellas para la exaltación.

«Estúpidos los que tienen pose. Porque creen que decir dos palabras canyengues (canyengues), usar sombreritos y expresiones reas insultando a medio mundo los vuelve bohemios a la vieja usanza porteña, con un toque de modus operandi de un Borges de arrabal. Estúpidos porque no hacen más que pintarse de cuerpo entero como retrógrados avejentados, agusanados y anacrónicos. Por predicar, con el ejemplo -ya que no con la palabra-, que el hábito y el certificado hacen al monje. Y juzgar a todo el mundo por sus hábitos, evidenciando una total falta de afecto por lo esencial, todavía invisible a los ojos pese a todos los avances de la ciencia. Estúpidos porque bajo sus acusaciones caen así los que usan pelo largo y jean por drogadictos, los drogadictos por asesinos, los asesinos por políticos, los políticos por corruptos, y ningún culpable es acusado de su delito y ningún inocente queda sin acusar. Si ése usa traje y corbata, alguien lo tachará de oligarca, formalista, solvente, arrogante, capitalista, hueco, antiguo, afeminado, traidor, infiel, mentiroso, hipócrita. Si ésa usa minifalda, la calificarán de puta, avezada, desprejuiciada, travesti, a la moda, pendevieja, amarreta, atérmica, exhibicionista, y tantas otras cosas libradas a la imaginación popular.

Estúpidos por su obsecuente ceguera selectiva por la que sólo se ve lo notorio, lo vestido y nunca lo esencial. De Menem se vio la patilla, de De la Rua la cara de ganso, de Cavallo las lágrimas, de Argentina las vacas, de Perón el pan y la sidra y de Evita… máscaras que ocultan grandes, infames o insignificantes males…

«Estúpido porque en él todo es pose, nada es auténtico. Todo es copia: la Constitución como la de EE.UU., el sistema republicano francés, la ciudad como Madrid, el gaucho como el cowboy, las películas de Suar como Hollywood, el Martín Fierro como el Oscar, la Casa Rosada como la Casa Blanca; porque nos gustaría vivir como en Holanda, trabajar como en Japón y jorobar a media humanidad como en China, pero eso sí, con la medicina como en Cuba.»

A esta altura tanta hinchazón y orgullo produjeron su efecto: caí en un agotamiento estremecedor que enfrió mis articulaciones obligándome a tomar asiento. El público se negaba a oír a tan insigne orador en una posición tan denigrante. De pie, de pie, me gritaba mi vanidad. “¡De pie, de pie!”, gritaba la multitud. Pero mi modesto cuerpo me sostenía atado al respaldo.

Callé y pleno de satisfacción los miré como un profeta abandonado por su arranque de éxtasis divino. Pedí ayuda para retirarme. La multitud, enmudecida de repente, se quedó esperando a que alguien le dijera que había terminado.

Ah, qué dicha la mía, qué dicha, qué oratoria, qué sermón, qué de palabras, qué de pecados, argentinos míos. Aquel día tuve el gusto de echarles en cara su verdad, criticarlos a mis anchas, decirles todo lo que hubiera hecho falta decirles desde hacía ya mucho tiempo. Yo, en cambio, aunque argentino también, he sabido siempre mantenerme al margen de sus defectos, argentinos míos.

Cansado y satisfecho conmigo mismo como sólo un orador puede estarlo luego de haber enardecido a la multitud con su retórica feraz, recuerdo que únicamente me quedaba un insulto que no me atrevía a decirme. Un insulto que quedó resonando en mis oídos por no pronunciado. Y que decía algo así:

«Estúpidos los que se han creído siempre al margen, los que se han refugiado en pasaportes foráneos, actitudes dramáticas, respuestas originales, socialismos trasnochados, fascismos resucitados, tertulias intelectualistas y mitines obreriles, partidos minorísmos, ideologías guerreristas, autoritarismos paternalifarios (paternalifarios), enfrentamientos pueriles, domicilios en inglés o en francés, apellidos italianos o alemanes, anglicismos, galicismos, artículos contestatarios y tantas, tantas otras cosas…”

Luego llegué hasta el pie del estrado, desfalleciente, repleto de pensamientos que giraban sobre mi cabeza aderezando mi sublimidad. Y, aunque ahora inaudible por el magma bullicioso con que la multitud nuevamente me abucheaba y me insultaba, no pude evitar volver a decir en voz alta:

«Al gran pueblo argentino: ¡Estúpido!»

Y me marché para no volver nunca más.

Pablo Carrasco (39)