Por Felicitas Castillo.
En los sueños, por lo general, uno no se mira en los espejos. El reflejo pertenece a la realidad tangible – aunque el reflejo no pueda tocarse, sí podemos palpar nuestros rasgos con las manos y verlas moverse en la dura superficie del vidrio. Los espejos tienen que ver con las mañanas y su trajín o con los ratos anteriores a las fiestas. En los sueños, uno sabe quién es: no necesita espejos.
Yo sabía que soñaba: charlaba con Peto en el living de la casa de San Carlos. Peto llevaba la remera de egreso de 1984 y por momentos – por favor, no me preguntes por qué- su rostro se parecía al de Henri Neel, el amigo yankee de los primos. Bebíamos café en unas tazas azules. Aún tras el velo grisáceo con el que solemos ver en los sueños, las tacitas tenían un color de lo más estridente y aparecían, de vez en vez, sobredimensionadas: un asa se agigantaba hasta casi cubrir por completo la figura de Peto; y, cuando intenté mirar cuánto café me quedaba, observé que la taza contenía a la noche y que, en el cuerpo tembloroso del líquido, espejeaba la cruz del sur. Entonces yo recordé uno de mis versos:
“El café era tan negro
Que le pidió
Un astro a la noche
Entonces hubo dos cielos”.
Por el enorme ventanal, los gatos de la vecina nos hacían muecas. Uno, particularmente, llamaba mi atención: era enorme y me mostraba – con señas humanas: juro que aquel gato tenía ojos de hombre- su guarida, bajo los rododendros en flor que papá había hecho traer de Oriente – tenían unas flores de color atardecido, como la carne de los salmones. Allí, acurrucados, había tres pequeños ratones que se retorcían como larvas bruñidas al sol. Eran las crías del gato. Y, entonces, la voz de Peto me comentaba
– ya estaba yo nuevamente en el living- que no volvería nunca a Buenos Aires y juraría nuevamente que ahora Peto tenía los ojos retintos de un animal enfermo. Después hablamos de la gárgola perdida de Nôtre-Dame de París.
Y, justo cuando él terminaba de mover los gruesos labios – yo atendía muy especialmente a sus labios laqueados por el alcohol ¿Peto, alguna vez dejaré de quererte?-, justo entonces, yo me ponía de pie y, mientras observaba al gato humanoide del ventanal, me dirigía al baño del enorme espejo. La voz de Peto seguía deliberando sobre la vida de las molduras y estatuas de la catedral parisina.
Al principio, no levanté la vista: estaba concentrada en lavarme las manos con aquel jabón rasposo que parecía una poceada cáscara de limón. Entonces, recuerdo que tuve la certeza de que andaba en un sueño – sabía que el despertador rojo sonaría en cualquier momento- y como por descuido, mientras la voz de Peto inundaba el aire como un pregón puneño, elevé la mirada hacia el espejo.
Quizás nunca debería haberlo hecho; quizás hay ciertas normas implícitas referidas a la identidad que no deben infringirse en la ficción onírica. La del reflejo no era yo: era otra, con otro cabello, con otras pupilas felinas que parecían pequeños planetas, con una boca que, como la taza azul, cargaba la inmensa noche estrellada.
Y, ahora que no sueño, que escribo, sé que la que escribe lleva el rostro de aquel espejo – de aquel terrible, aburrido y solitario espejo de la casona del ventanal. Y me pregunto por la otra: la otra que amaba a un tal Peto, que escribía versos sobre los astros y el café. La otra que durmió una noche y despertó en otro cuerpo.
Felicitas Castillo (21)
Estudiante de Comunicación Social