Por Carlos Santiago Maqueda.
— Quiero confesarte algo.
Le habla la mujer de veintitrés años que lo acompaña esta noche. En un rincón del bar, entre indecentes penumbras de neón azulino, él apenas la oye. Bebe un trago, mientras la música a todo volumen ahoga las palabras de la morocha. Ella se le acerca y le dice a los oídos, sonriendo, que hacía mucho tiempo deseaba esta cita.
Pero él no la quiere oír. Agobiado por el humo de los cigarrillos y el vértigo de la bebida, él sólo piensa en la otra. La única. Anhela tenerla a su lado, en lugar de a ésta, abrazarla y sentir su cabeza reclinándose sobre su hombro. Cierra los ojos, e imagina que son sus labios los que le rozan el cuello en este momento, los que le susurran al oído, los que lo desean. Está mareado. Intenta tomar otro trago. Sólo el fondo del vaso. Va a tener que pedir más.
Entonces la mira a ella, que no ha dejado de coquetearle. En las azuladas penumbras, contempla sus ojos de contornos oscuros y arabescos, perfectamente delineados, el color tostado de su piel. Quizá sería mejor olvidar a la otra, gozar con ésta, ahogarse en su cabello oscuro, enredarse en sus curvas y su piel blanca. Podría aprovechar el momento, llevarla a su casa, poner música lenta, brindar y apagar la luz. Ella sigue hablándole y a él le encantaría cerrar los ojos y volver a abrirlos para ver a la otra, a la única. Los cierra. Los abre. Pero siguen sus pupilas verdes encendidas, hablándole. Fija su mirada en ella y, con desidia, se le acerca y acaricia sus labios escarlata. Están húmedos, deseosos.
La besa, quiere fundir sus labios con los de ella. Quizás así pueda olvidar. Ella respira intensamente y lo toma por la nuca, para poseerlo. Él roza con sus yemas la suavidad de su brazo.
Pero sigue pensando en la otra. Quiere imaginar que es ella quien lo besa, ella quien lo toma por el pelo y le respira al oído.
Y entonces se da cuenta. Quizá lo mejor no sea tratar de olvidarla con esta mujer. No, quizá lo mejor sea salir. Salir, subir al auto. Buscarla. Sí, buscarla dondequiera que esté, aun si es con otro. Separa su boca de la morocha, se desprenden. Ella lo mira con mejillas rojizas, inflamadas, deseándolo con sus garras, sobre su blanca piel. Sus ojos arabescos bailotean en la penumbra azulada.
Él saca su billetera, y deja el dinero de la cuenta sobre la mesa.
— ¿Nos vamos? —preguntan esos ojos verdes, esperando una respuesta que dé lugar a sus deseos.
— No. Me voy.
Un beso en la frente, y corre hacia afuera. Sube a su auto. Lo enciende.
Sí, mejor ir a buscarla.
Carlos Santiago Maqueda (21)
Estudiante de Derecho
santiagomaqueda@gmail.com