Por Mercedes Ales Uría.
Una mañana fuera de temporada en Mar del Plata es despertar de un pueblo que quiere ser ciudad y una ciudad que quiere ser pueblo. Es sol sobre veredas de lajas grises, campo minado para tobillos de transeúntes. Charcos sobre las lajas y porteros barriendo veredas.
Es el sol como un agujero brillante rasgando la tela de un cielo que se resiste a ser nublado. Es un mar tranquilo como una sábana ondeante secándose al sol. Mar que trepa despacio por las rocas, para luego volver a resbalar. Esas rocas oxidadas y gastadas con mensajes de amantes furtivos e ignotos grupos de rock.
Es una reunión de casas de verano con sus postigos cerrados, como perros que duermen esperando a su amo. Es hoteles cerrados y vacíos que supieron de épocas mejores. Es el reflejo de un blanquecino sol de invierno en los vidrios y del ligero viento que refresca y estremece como una ducha de agua fría en el verano.
Es una paloma gris que se refugia en el techo de una casona de la costa y es una laxa bandada de gaviotas que giran en órbitas indescriptibles alrededor de un pesquero amarillo y rojo.
Es una fila de autos viejos y remendados, en extraño composé de salitre y pintura avejentada. Y es un hombre de pantalón gastado y gorra de lana que zigzaguea en bicicleta. Es una pareja de novios besándose en el pasto, mientras una anciana toma sol en su silla de jardín. Es un sinfín de perros con y sin dueño, deambulando por las calles como el salado polvo de la ciudad costera.
Y es una línea en el horizonte azul que no termina. Y es la vista que la sigue y se desvía a lo finito evitándola, atemorizada de abarcar lo infinito.
Mercedes Ales Uría (25)
Profesora de Derecho/Estudiante/Abogada
mariamales@gmail.com