Por Alejandro Rothamel.
Prendió un cigarrillo. Hacía un mes que no veía a Julia. Más precisamente, habían pasado veintitrés días desde la tarde en que, en el páramo cerca del puente, se habían besado y desnudado bajo las sombras claras de los álamos, cuando nadie veía.
Veintitrés días.
Casi un mes, y ni una carta ni una nota furtiva siquiera.
Todo el recuerdo de Julia era el lápiz mordido que ella, sugestiva, le había acercado a sus labios aquella tarde de los álamos. Desde ese encuentro, los intentos por verla de nuevo habían sido inútiles. Hasta el hartazgo pasaba él en bicicleta por el frente de su casita celeste, y veía encendida la luz del cuarto, pero nadie se asomaba cuando hacía sonar el timbre del manillar —tres veces, según habían acordado.
Desde aquel viernes, el nombre de Julia era mucho más que un simple sonido en sus labios. Y se ilusionaba pensando que, cuanto más lo repetía, más cerca estaba de ella. Pero esa ocurrencia de enamorado no lo conformaba.
Era curioso: en el pueblo, nadie excepto él notaba su ausencia.
Los padres de Julia no hablaban del asunto. Por el contrario, don Juan seguía trabajando —ahora con un aspecto abnegado— en la carpintería, y la vieja Mercedes seguía frecuentando el mercado de la plaza. Acaso ese silencio fuese expresión de la desidia de aquel pueblo desgraciado. De aquel pueblo en que la felicidad se contaba de a suspiros, y siempre que la peste no rozara los vestidos de las jóvenes, que tantas y tan frágiles caían en sueños de los que no despertarían.
La peste, quizás. O quizá su padre le prohibiese verse con muchachos. Pero si era eso, ¿para qué, entonces, el llamado de los tres timbres de la bicicleta?; ella podría haber pensado en algo más discreto.
Tenía que ser la peste. Siempre la peste.
Fumó la última pitada. Necesitaba hablar con los padres, verla, saber.
Por la noche, montó su bicicleta. No era mucho pedalear: vivía a unas diez cuadras de lo de Julia. Cuando llegó tocó los tres timbres, pero como sin esperanzas. Y hubo un elemento nuevo en aquel rito: la luz del cuarto de Julia no estaba encendida.
Antes de que él llegara a la verja, vio salir a don Juan. Y lo sorprendió: parecía más anciano, caminaba encorvado.
—¿Qué quiere?
—Busco a Julia.
Don Juan lo miró fijo.
—¿De qué habla?
Tal reacción tomó por sorpresa a Patricio.
—¡Julia, don Juan! Su hija…
El viejo —porque, ahora sí, Patricio era consciente de cuánto había envejecido desde la última vez— bajó los ojos. El viento le agitaba el pelo blanco.
—Mi Julita —dijo— murió hace veintitrés años.
Patricio observó su alrededor. Sus manos arrugadas temblaban, y la bicicleta oxidada cargaba en rayos y filetes el paso de dos décadas.
Pensó, entonces, en aquella tarde de los álamos, ya remota.
Debió haberle dicho que la amaba.
Alejandro Rothamel (20)
Estudiante de Derecho