Por Ignacio Cofone.
¡Habemus Presidenta! Anunciaron —con otros términos— las cándidas voces que mostraron su afecto por la reciente electa. Al que esto narra le enseñaron, hace no mucho tiempo, a no usar esa palabra, pero se atreve a utilizarla ahora, no porque RAE la acepte (cfr. http://www.rae.es), sino porque sería poco democrático de su parte renegar el término que abrumadoras mayorías han acuñado junto con frases como “el cambio continúa”.
¿Qué pasó? Sucede que, navegando dudosa desde 1994 entre presidencialismo y parlamentarismo, allá por el año 2007 la Argentina decidió agregar una institución que, pensó, la acercaba cada día más a países primer-mundistas: la figura de la Reina. Votó, entonces (salvo un “egoísta” distrito que, se dijo, votó como isla), por primera vez en su historia a una mujer. Se aseguró de que no fuese cualquiera, sino una que estaba tan segura de su corona que podía darse el lujo de no escuchar a opositores y que, por algún motivo, se refería permanentemente al Congreso como “Parlamento” (creyó que estaba en otro país, más al norte y al este, con common law y —más importante— sin Constitución). Maldecía, en sus fueros más íntimos, a la sucia Constitución de los “neoliberales conservadores” (sic) de los 90’, que crea un instituto distinto (el Congreso) y en la que en su redacción participó, según dice, como “media opositora”. Al margen, ruego explicación de cómo es esto posible (es decir, ser (neo)liberal y conservador a la vez), pues pensaba yo que era esto una contradicción, y temo ahora convertirme en esa cosa extraña que, según explica la Reina, parece ser un demonio.
¿Por qué Reina, además de Presidenta? Porque el cargo de presidente no es hereditario, y nuestra afamada Reina recibió el cetro directamente del Rey, sin pasar por engorrosas elecciones internas, aun estando lejos él de haber muerto (políticamente). Porque un Presidente es tal luego de ganar en los comicios, y nuestra Reina festejaba ya su victoria en la quinta presidencial de Olivos la noche anterior a las elecciones. Porque los presidentes no dictan leyes, como hacía vigoroso su marido el Rey que, preocupado por su pueblo, dictaba dos decretos de necesidad y urgencia semanales —que, por supuesto, eran todos ellos necesarios y urgentes— y no se dejaba detener por engorrosos procesos democráticos. Porque sólo un o una Rey o Reina (otro requisito democrático: usar inclusive language) no necesita escuchar a su oposición, y sólo un o una Rey o Reina domina, además del poder legislativo, al poder judicial, dispensando a los jueces que, insolentes, pretenden algunos de ellos —en lugar de ayudar al “cambio”— dar a cada uno lo suyo. Porque tantas cosas…
“El cambio continúa”… ¿Qué cambio? No lo sé. Hubo tantos… Algunos que comenzaron en 1930, otros en 1945, otros en 1983 y otros en 2001, por nombrar los más probables. Otros (tantos) en 2003, entre ellos una historia ya narrada que se llama “el unicato”. ¿Serán éstos, entonces? No lo sé, pero sea cual sea el cambio que continúa, roguemos que nos acerque a esos otros países (¡repúblicas!) que tienen —verdaderos— Rey y Reina, y no a los que tienen un Ducce, un Fuhrer, un Hermano Cubano o un Bolivariano Presidente.
Ignacio Cofone (20)
Estudiante de Abogacía
nachocofone@gmail.com