Por Nazarena Luna.
Después de haberlo meditado durante horas en esa tarde que se declaraba oscura, decidí hacerlo. Ya no me importó saber que perdería el anonimato entre las personas —se acabaría mi perfil bajo—, ni siquiera me preocupó separarme del aroma del amanecer mezclado con café barato, que tanto placer me causa cuando salgo al balcón a contemplarlo.
En verdad, sólo me esclavizaba por completo la idea de perder mi libertad.
Mas llegado el momento, él me encerró poco a poco en su cuerpo, sin dejarme respirar, sintiendo su aliento jadeante cada vez más cerca. Su aroma paralizaba mis pensamientos, mis piernas no respondían a las súplicas de mi cuerpo por huir de esa tortura.
¡Necesitaba aire! Pero no ese aire con el que uno se funde al contemplar el mar, no ese aire de cuando uno camina por un bosque plagado de naturaleza inocente, pura. Necesitaba ese aire que impone una pintura de mattisse, ese aire que se siente en cada célula de una obra cuando nace: inocencia, pureza, quizá libertad…
No recuerdo los detalles, ni la hora, ni siquiera su ropa. Sólo recuerdo la mirada con la que se dirigió a mí cuando irrumpí en el ascensor dónde él se relajaba todas las mañanas, quitándose esos cinco minutos de mal humor matutino para penetrar en su trabajo. Esa mirada silenciosa, ese instante magnífico que se crea entre dos personas que se conocen sin que sea necesario articular palabra alguna.
Y él no pidió clemencia —en realidad, ¡nunca pidió nada!—, sino que entendió inmediatamente mi necesidad de quitarlo de mi cuerpo, de mi aire, de mi espacio. Y también recuerdo con exactitud ese cosquilleo de alivio que recorría mi cuerpo, esa plenitud que desbordó mis extremidades, ¡ese placer de quitarme una roca inescrupulosa de encima!, cuando disparé una vez, sólo una vez, a su arma letal y poderosa: su corazón.
Nazarena Luna (24)
Artista plástica (San Luis)