La noche sin estrellas

Por Andrés E. Schlack.

-¿Cómo mataremos el tiempo hoy?

La voz aguda e irritante del señor Fairchild surgió de un oscuro rincón del sótano, donde yacía indolentemente sobre un viejo sofá. Los demás apenas intercambiaron algunas miradas, sin que nadie le contestara. Era comprensible, luego de cinco semanas encerrados allí. Lo cierto es que el inicial sentimiento de camaradería había desaparecido al cabo de pocos días, especialmente después de que la radio de bolsillo de la señora McKenna enmudeció súbitamente. Luego de ese acontecimiento, el temor que los embargaba a todos impuso un espeso silencio, volcándolos a sus propios pensamientos.

-¿Han oído algo?- preguntó la señora Da Ponte, incorporándose rápidamente y dirigiéndose a las escaleras que conducían a la puerta. Se detuvo en el primer peldaño, aguzando el oído.

-Es quizás una partida de rescate- exclamó.

-Yo no oigo nada- dijo molesto el señor Jackson- Señora Da Ponte, no sabemos si hay alguien buscándonos. Ni siquiera sabemos si queda alguien afuera que pueda buscarnos-. Nadie se atrevió a contradecir al señor Jackson. Después de todo, él fue quien los acogió en el sótano de su casa de la calle Browning, aunque sin esconder el sentimiento de íntima satisfacción que le producía el verse a sí mismo como una suerte de héroe de nuestro tiempo.

El señor Himmelfarb, el refugiado alemán, se levantó entonces y se dirigió hasta la señora Da Ponte. La rodeó delicadamente con sus brazos y la condujo hasta un sillón, donde se sentaron, sin poder evitar la señora Da Ponte volverse y echar una mirada a la puerta del sótano.

-Cálmese, señora Da Ponte- le dijo el alemán-. Verá usted que la salvación viene cuando menos se la espera-. El optimismo de Ephraim Himmelfarb no tranquilizó a la señora Da Ponte, pero él no podía menos que albergar ese sentimiento; no era concebible para él haber sobrevivido a la guerra y haber cruzado un océano para encontrar la muerte en aquellas circunstancias.

-No, señor Himmelfarb, no habrá salvación para nosotros- La voz del señor Fairchild volvió a escucharse. Todos intentaron en vano penetrar con la mirada las sombras que lo rodeaban y ver cuál era la expresión de su rostro al proferir esas terribles palabras. Una cosa estaba clara: no había en el tono de su voz ni el más mínimo atisbo de desesperación o angustia. Era como si nada más estuviera constatando fríamente un hecho que en nada le atañía.

-Todos aquellos que podrían habernos rescatado se han desvanecido- prosiguió en la oscuridad-. En el mejor de los casos no son ahora más que un montón de cenizas. No, –se corrigió- ni siquiera eso. No son más que un poco de aire.

-¡No diga necedades, señor Fairchild! – exclamó la señora McKenna, mientras se aferraba a su raído libro de himnos presbiterianos- No sabemos lo que le ocurrió a los… a los… desaparecidos-.

Lentamente, el señor Fairchild se levantó y se acercó a la lámpara de gas alrededor de la que estaban sentados los demás. Al emerger de las sombras, sonreía irónicamente, como compadeciéndose de la ingenuidad de la señora McKenna. El aspecto del señor Fairchild era verdaderamente lamentable. Su traje claro estaba cubierto de manchas de café y de una que otra quemadura de cigarrillo. El nudo de su corbatín estaba deshecho desde hacía varios días, sin que se tomara la molestia de volverlo a anudar. Sus zapatos los había perdido en algún rincón del sótano, ya resignado a no hallarlos.

-Mi buena señora McKenna- dijo, sin dejar de sonreír- ¿Qué espera usted que pensemos? Dos días después de entrar aquí, el suministro eléctrico se interrumpió, desde hace cuatro semanas no hay transmisiones de radio y, en todo el tiempo que llevamos aquí, no hemos escuchado sonar el teléfono de la cocina ni una sola vez. ¡Ni una sola vez, señora McKenna!

Al escuchar estas palabras, la señora McKenna escondió el rostro entre las manos y rompió a llorar. Los demás bajaron la vista, evitando el rostro sonriente del señor Fairchild, ominoso recordatorio de la ineludible realidad que se encontraba más allá de las paredes de la habitación.

La señora McKenna calló súbitamente. Todos dirigieron la mirada hacia la gruesa puerta de castaño que los aislaba del mundo. Al comienzo fue sólo un crujido casi inaudible de la madera, pero, a medida que transcurrían los minutos, el ruido se tornó cada vez más intenso.

El señor Jackson tomó con premura la lámpara de gas y subió la escalera hasta llegar a la puerta. La examinó, recorriendo su superficie con los dedos. No tardó mucho tiempo en descubrir que la madera comenzaba a astillarse en varias partes. Probablemente era cosa de minutos antes de que la puerta cediera.

Los demás esperaban atemorizados al pie de la escalera el veredicto del señor Jackson. El señor Himmelfarb comenzó entonces a subir lentamente la escalera, asido del pasamano con todo el peso de su cuerpo. Su rostro estaba cubierto de sudor y tenía la vista fija en la puerta.

-¡Han venido por nosotros! ¡Estamos salvados!- gritó, riendo.

-Himmelfarb, no creo que haya nadie allí afuera- le dijo el señor Jackson, volviéndose hacia él- Debemos esperar.

-¿Es que no lo ve? ¡Han venido por nosotros! –volvió a decir. El señor Jackson lo tomó de los brazos para detenerlo, pero, luego de forcejear unos segundos, el señor Himmelfarb, empujando a su contendor, logró liberarse y recorrió a saltos los escalones que lo separaban de la puerta. Giró con prisa la llave de bronce y cruzó el dintel para perderse en la noche.

Aunque llamar noche a lo que con horror contempló el señor Jackson desde el umbral sería inexacto: no había en el firmamento estrella alguna. Una oscuridad sin límites ni fisuras ocupaba el lugar de la cocina. Se esforzó por encontrar con la mirada las acacias que antes crecían en el jardín, pero ya no estaban. Muerto todo resplandor, la nada informe e incolora era cuanto podían ver sus ojos. Sin poder moverse, supo entonces que la oscuridad infinita que se extendía por donde estaba antes la ciudad, y que colmaba el mundo entero, poco a poco, comenzaba a colarse por la puerta abierta.

Andrés E. Schlack (25)
Licenciado en Derecho
aeschlac@uc.cl