Por Santiago Legarre.
Días atrás veía con un grupo de amigos una película en la que la hermana de la protagonista aparecía algunas veces con un bebé en brazos. Cuando después tomamos un café, alguien dijo que era evidente que esa hermana era una madre soltera; otro sostuvo que era evidente que se trataba de una mujer casada, cuyo marido no aparecía en el film por ser irrelevante para el argumento; otra del grupo sentenció rotundamente que el bebé no era de quien lo llevaba alzado: era evidente que la hermana trabajaba de niñera. Pensé para mis adentros que en realidad lo único evidente era que nada de lo que mis amigos afirmaban era evidente. Cada uno tenía un punto de vista –el suyo– y lo transformaba en una evidencia a fuerza de afirmarlo enfáticamente.
Es cierto que hay verdades evidentes, tanto teóricas como morales, pero son tan importantes como pocas. Fuera de ellas, rotular una apreciación personal de evidente nos cierra al punto de vista del otro y nos priva de magníficas oportunidades de enriquecimiento personal. Cuánto más fructífero es pensar: “Se ve que ella lo entendió de otra manera; a mí me resulta inverosímil, pero la verdad es que no se me había ocurrido verlo así y hay que reconocer que esa comprensión subraya algo interesante”, que pensar, como tantas veces hacemos: “Se ve que ella estaría viendo otra película; no entendió nada, debía tener los ojos cerrados, o acaso es medio boba, o a lo menos ingenua”. En este último caso nuestro empecinamiento bloquea la comunicación, y el otro lo siente: la gente siempre se da cuenta de lo que sentimos por ella, más temprano que tarde, y aunque nos mordamos la lengua y la procesión sólo vaya por dentro: basta nuestra mirada despreciativa o, peor todavía, el recurso tan abusado de no mirar a alguien a los ojos —o con gafas negras—.
El caso de la película ejemplifica un tópico que cruza a diario nuestra existencia: lo que unos ven de una manera, eso mismo otros lo ven de una manera distinta; lo que a ella interesa, a él no; y lo que le gusta a él, a ella, ni un poco. Uno comienza a sospechar que esos objetos sobre los que el interés o el gusto recaen son pasibles de apreciaciones distintas pero no incompatibles, de sensaciones opuestas pero complementarias. Y que así como el mundo se divide tantas veces entre los amantes y los detractores de algo, tantas veces también ese amor y ese odio no están inexorablemente adheridos a las cosas amadas y odiadas, sino que somos nosotros quienes los depositamos sobre ellas.
Algo parecido sucede con las personas. Quien se lleva mal con un compañero de trabajo suele leer todas sus actitudes en clave de provocación, de ataque, de ofensa. “¿Qué le pasa a este tipo? Evidentemente está enojado conmigo”. Simultáneamente, el supuesto agresor experimenta sentimientos semejantes: “¿Y éste por qué no me habla? Evidentemente me está ignorando”. La relación se enfría, los prejuicios se retro-alimentan, y cada sujeto llega a convencerse de que la contraparte del problema no la quiere o, peor, que la detesta. Salvando las diferencias, esto ocurre también a menudo en las relaciones matrimoniales, de amistad, de padres con sus hijos, de hermanos, de vecinos, de socios. Los vínculos interpersonales serían mucho más fáciles si encarásemos la vida en clave de malentendidos. Esto requiere, para empezar, una pizca de sencillez y de sana ingenuidad, incompatibles con el cinismo que tiende a infectarnos.
Si nos convertimos a la “mentalidad del malentendido” empezaremos a ver muchas cosas desde la perspectiva de lo cóncavo y lo convexo, tan bien ilustrada por “El cáliz del amor”, de Salvador Dalí. En este cuadro se pueden ver una copa oscura o dos caras enfrentadas, de colores claros, según se enfoque el centro o los costados de la obra. Pero sólo si se adoptan las dos miradas cae uno en la cuenta de que se trata, además, de un beso.
Asimismo, cuando mi prójimo toma una determinada decisión que me afecta, me duele y no entiendo, en lugar de pensar inmediatamente que es un disparate, me preguntaré primero si no será que lo que yo veo tan claramente cóncavo lo ve el otro, con la misma claridad, convexo. Me pondré yo en sus zapatos, tomaré prestados sus ojos, y entonces veré la convexidad que él divisaba con la misma claridad con la que antes veía yo la concavidad. Y acaso el otro, movido por mi actitud, haga lo mismo y tome prestada mi mirada, y experimente lo mismo que yo, realizándose así la sentencia de San Juan de la Cruz: “Pon amor donde no hay amor y sacarás amor”. O, dicho de otra manera, ir por delante y cambiar yo para que el otro también cambie.
Ver un malentendido donde parecía existir un problema irresoluble; pensar que el otro debe tener sus razones e intentar entenderlas, en lugar de dar por evidente que está equivocado: de estas actitudes al sincero amor al prójimo hay un camino más corto y menos tortuoso que las complicadas sendas por las que tantas veces transita nuestra difícil convivencia.
Santiago Legarre (39)
Abogado