Fragmentos  La continuidad de los parques 

 

Por Mercedes Ales Uría.

Hoy he vuelto a caminar por la alameda que tantas veces me viera pasar. Es invierno, otra vez.

¿Y tus fantasmas? ¿Rondarán en las noches tus senderos? ¿Pasarán bajo el arco espectral?

Se esconden en la memoria arcaica de tus fuentes, de tus árboles y en el himno risueño, extraño y alegre de las campanadas de la siesta. Algunos se han inmovilizado, entrañables estatuas de un tiempo que ya no es vivo, pero que vuelve al recuerdo con la dulzura infantil del regaliz.

Yo veo a mis fantasmas pasearse por tus caminos. Los oigo reír; los oigo llorar. Sonríen bajo el sol efusivo de primavera, se bañan en el oro del otoño, sueñan tranquilos un mediodía estival y se toman un café la serena tarde de un domingo. Alguno, incluso, alguno baila con la escarcha y coquetea con la Reina de la Nieve.

Los oigo; los veo.

Mil ojos me observan.

Camina a mi lado la Muerte. No le temo, ¿por qué habría de hacerlo? No es terrible.

Camina a mi lado cada día, desde que nací, y será mi última compañera cuando todos los demás se hayan ido. No es trágica, ni negra, ni dolorosa – al menos no en un sentido punzante y desgarrado–.

Camina a mi lado una mujer que es a la vez dulce, melancólica y feliz. A veces tan feliz que podría estallar en el cristal de mil lágrimas. La veo al otro lado del velo y la luz siempre está con ella.

Cuando pase el último arco, me estrechará la mano.

Mientras tanto, observo los fantasmas. ¡Están tan cerca en su mundo del ayer! Pero sólo puedo intentar tocarlos a través del velo prístino de la memoria que se torna presente y se convierte en recuerdo. Quisiera hablarles, preguntarles qué ha sido de ellos, compartir esa indescriptible ironía de quien sobrevivió. Yo sé qué fue de sus sueños; ellos ignoran los míos. Pero el velo es engañoso, y su acuosa claridad se vuelve dura como la indiferencia e inmaculada como una porcelana.

Verlos es saber que soy la misma y que ya no lo soy: que soy más yo.

Con la estación, los árboles se prestan al escarnio del invierno. Desnuda como ellos, me despojo de las mil hojas de mis memorias. Las veo volar en rizos contra el fondo claro de un celeste que esconde al gris del invierno. Caen sobre la hierba y giran en remolino.

¡La hierba! ¿Te acordás cuándo te mofaste de mí por aquello del pasto recién cortado y su perfume? ¡Demasiado refinado!, dijiste. ¿Qué habrá sido de vos? Recuerdo la ligera primavera, los colores felices en medio de tu negra locura. Y una noche de cuento.

Una fuente cantarina, que acompasa el pasaje de la vejez. Vos a mi lado, con la sonrisa triste y sufrida del último adiós. Y yo te veía como Julieta a su Romeo, como a uno en el fondo de una tumba. Y la que estaba en el fondo era yo.

Hay otras caras, de sonrisas educadas y correctas, de miradas de soslayo. Ellos no se atreven a entrar en tu dominio. La locura y la felicidad, el corazón roto y los sueños ligeros pueden transitarte. Lo correcto y lo maquillado se disuelven; son demasiado insustanciales para atravesar el velo.

Y en el medio de todo, la amarga puñalada de una última traición. Negra es la desesperanza; árida y yerma. Y sin embargo, la ráfaga húmeda, negra y viva del agua que golpea en la cara al final del túnel.

Abro los ojos. Una mujer pasa a mi lado, me mira sin verme y sigue, absorta en sus tareas y trámites. Los niños juegan al sol, las risas se intercalan con los columpios.

Y sigo.

Mercedes Ales Uría