La carcasa de plástico

Por Clara Minieri.

El hombre de hoy está desilusionado. Se trata de un desencanto adormecedor, y de un hombre que todo lo ha visto, que nada le asombra, que ha perdido la esperanza en lo bueno y la aversión hacia lo malo. Han tenido lugar tantos cambios, tan pegados en el tiempo, que ya nadie sabe a qué atenerse. El hombre de hoy se ha tornado fatalista, el mundo se da vuelta y él es incapaz de detener sus catástrofes.

Para entender esto debemos remontarnos a la Modernidad. El hombre iluminado soñaba en hacer marchar a la humanidad entera hacia el progreso, pero sus intentos fracasaron. Los avances tecnológicos provocaron hecatombes como Hiroshima y Nagasaki. Las ideologías, como el nazismo y el comunismo, mostraron los horrores de su puesta en práctica. Recorrieron el planeta las imágenes tenebrosas de las guerras, del hambre africana y de la locura norteamericana (Columbine y Virgina Tech). El siglo XX conoció los genocidios; el siglo XXI, los más feroces atentados terroristas.

En medio de este pesimismo, la búsqueda humana se dirige incesantemente a lo práctico, a lo bueno para , que se asemeja con el plástico, material reciclable y, por lo tanto, fácilmente alterable: parece sólido pero se destruye con muy poca presión; barato, ordinario, se puede usar y tirar.

La velocidad del mundo no permite meditación sobre el vacío. Algunos tratan de encontrar un sentido con terapias psicológicas, yoga, zen o incluso amueblar su casa según el Feng shui tan en boga. El problema no son estas actividades en sí sino que se utilizan para sentirse mejor con situaciones que están dadas, que no pueden cambiarse.

Otros buscan vivir el hoy eternamente. A la par que se perdió la esperanza en un mundo mejor que vendría de la mano de la revolución y del progreso, entró en escena el querer frenar la inevitable máquina del tiempo. De ahí el boom de las cirugías estéticas, el bótox y el colágeno. Se rinde culto a la adolescencia, a esa etapa intermedia que antes representaba el paso de la niñez a la adultez, donde uno comenzaba a romper con ciertos esquemas impuestos para llegar a la verdadera identidad independiente. Pero hoy, niños, adolescentes y adultos buscan adelantar, permanecer o volver a esa etapa de rebeldía, de crisis, sin llegar nunca a una situación de estabilidad. Así, las arrugas han dejado de ser un símbolo de sabiduría, aunque la vida se haya prolongado.

Si cambian los valores, ¿cómo no habría de dar un giro total el canon de belleza? Si antes era visto como saludable y símbolo de ser un bon vivant tener kilos de más y no estar bronceado (como demuestran siglos de historia del arte), hoy está de moda desnutrirse y freírse al sol (como prueba, véase cualquier publicidad fotográfica o pasarela de moda). El mismo cuerpo se resiste a estos cambios. De ahí los dramas del cáncer de piel, de la bulimia y de la anorexia nerviosa.

En la era del espectáculo, las actividades cotidianas —trabajar, estudiar, envejecer, engordar— son motivos de estrés, de hastío. En la medida en que el hombre es cada vez más vago, la industria del ocio crece; hasta las películas necesitan cada vez más efectos y cambios de cámara para considerarse novedosas. Los educadores necesitan recurrir a los métodos pedagógicos nuevos para no aburrir, a la par que se baja el nivel de las escuelas y universidades para que en la consagración del igualitarismo todos puedan acceder a los niveles más altos de educación.

Incluso los políticos sienten la exigencia de entretener al vulgo, todo sea para juntar votos en la era de la deserción política. La decadencia romana conoció el “pan y circo”. La decadencia argentina conoce el “chori y vino de cartón”. ¿Quién se siente representado por la democracia posmoderna? Se elige al “menos peor”, son pocos quienes votan por verdadera convicción e identificación con un partido político.

Dicho todo esto, debemos aclarar que la solución no está en ser ermitaños, en alejarnos de un mundo en decadencia. Es cierto: la mentira seduce con su apariencia, pero ésta, como todo lo pictórico, se resquebraja. Ahí cuando se quiebra es que hay qué analizar que es lo que no está funcionando. Las crisis sirven para frenar —si no es ya no hemos chocado— y dar la vuelta, abandonando la autopista pavimentada de facilismos, que va directo a la perdición. Hay que distinguir el agua del vinagre para finalmente lograr saciar nuestra sed de sentido.

Clara Minieri (21)
Estudiante de Derecho