Por Andrés E. Schlack.
Aramburu se detuvo un momento frente al pasillo, le dio una breve mirada a los pasajeros, tal como lo había hecho tantas otras veces en la suma gris de sus días y, luego de ajustarse la chaqueta del uniforme, avanzó por el carro para cortar los boletos. Sin embargo, ese día algo fue diferente. El rápido vistazo le reveló la presencia de un rostro familiar entre la muchedumbre de rostros anónimos y difusos. Aquel semblante no le resultaba conocido del modo en que le eran familiares las caras de sus antiguos compañeros de Facultad. Ellos, cuando el azar los hacía abordar el coche, invariablemente fingían no reconocerlo, aunque sin poder reprimir la sorpresa que les producía verlo. Pero lo de ese día era distinto.
¡Dios mío, después de tantos años…! ¿Será posible? , pensó.
En un primer momento, mirando de reojo, distinguió sólo un par de ojos cafés y unos labios amoratados, que parecían suspendidos en el aire, como si no pertenecieran a ningún rostro. No pudo evitar recordar al gato de Cheshire de Alicia en el País de las Maravillas , y esbozó una tímida sonrisa.
Una mirada más detenida le permitió identificar un rostro femenino, pálido y de facciones delicadas. No había duda alguna: la mujer lo observaba fijamente desde el fondo del carro. Ella lo había reconocido. Aramburu se detuvo un momento y, apoyándose en el respaldo de un asiento, sacó un raído pañuelo de lino para limpiarse el sudor de la frente.
-Boletos, por favor- dijo mecánicamente, sin mirar al hombre que le extendía su billete. Poco a poco se iba acercando al asiento de la mujer. ¿Acaso ella intentaría hablarle? Sin duda le recriminaría lo que había hecho.
¿Qué más puede esperar de mí?, pensó Aramburu. Ya he pagado mi culpa . El proceso, la condena, todos esos años…
Aramburu se vio a sí mismo en aquella lejana y fría noche. Fue Teresa Risopatrón quien le contó, inocentemente, que ella iría a la función del Municipal con su madre. ¿Fue La Bohème o Norma ? No lograba recordarlo. Él había comprado un billete, pero no tuvo valor suficiente para entrar. En vano intentó encontrarla con la mirada entre la gente que entraba al Teatro; no tenía dudas de que ella estaba allí, en algún lugar. La esperó largas horas hasta que terminó la función, oculto detrás de uno de los pilares junto a la entrada.
– Aquí tiene.
La voz irritada del pasajero que le extendía su boleto de tranvía lo devolvió a la realidad. Mientras cortaba el pasaje, volvió a mirar a la mujer. Ella aún lo observaba y sus labios estaban contraídos en una mueca de rencor. Aramburu se fijó entonces en las ropas que llevaba la mujer.
Lo ha hecho adrede , pensó inquieto Aramburu. ¿Quién le habrá dicho que me encontraría aquí?
Ella llevaba el mismo abrigo de visón y el pequeño sombrero verde con un discreto tocado de plumas de aquella noche. Aramburu pudo ver la imagen de la mujer al salir del Teatro, riendo y charlando, tomada del brazo de una amiga. Unos pasos más atrás, la seguía su madre.
-Pagará su desdén…- masculló Aramburu.
La mujer se reencontró con su madre y caminaban juntas. Él se acercó lentamente por detrás. En un estado de febril agitación, extrajo el pequeño revólver del bolsillo de su abrigo.
-¡Elisa… Elisa Montenegro!- llamó Aramburu. Ella se volvió y él pudo advertir el pavor en sus ojos al ver el revólver. Disparó entonces sobre su cuerpo una, dos, tres veces. Luego no recordaba con claridad. Sólo escuchó los gritos de la gente y sintió que alguien le arrebataba el arma de las manos mientras lo prendían.
Aramburu se acercó al asiento de la mujer. Era preciso fingir: debía actuar con naturalidad. Sudaba copiosamente y comenzó a sentir una fuerte opresión en el pecho. Ya se encontraba a unos metros de la mujer. La observó con mayor detención y se percató de que su cabeza no tenía ninguna cana. Era como si no hubiera transcurrido para ella ni un solo día desde aquella noche. ¿Cómo podía ella en cambio haberlo reconocido? Los cabellos de Aramburu estaban completamente blancos, su rostro ajado y había ganado mucho peso desde que había dejado la prisión.
Se detuvo delante de la mujer. “Su boleto, señorita”, le dijo, evitando su rostro. Ella permaneció inmóvil y se limitó a observarlo con una expresión de profundo odio durante varios segundos, que a él le parecieron una eternidad. La mujer se abrió entonces el abrigo y comenzó lentamente a desabotonarse la blusa, ante la mirada atónita de Aramburu.
Ha enloquecido , pensó él.
Pudo ver en ese momento, entre los dos blancos pechos de la mujer, tres heridas de bala aún sin sanar. Entonces volvieron a su mente las palabras que pronunció el abogado en su celda, años atrás: Homicidio consumado . Sí, ese fue el cargo en su contra. Lo recordaba perfectamente.
¿Cómo es posible?, ¿cómo es posible?, pensó con horror. Se llevó las manos al corazón. El dolor era insoportable. Todo comenzó a dar vueltas alrededor de su cabeza y, luego de unos segundos, se desplomó sobre el piso metálico. Los gritos de los pasajeros en la parte trasera del coche alertaron al conductor, quien accionó bruscamente los frenos, causando ensordecedores chirridos de las vías. Un médico que viajaba en el carro certificó la muerte de Jorge Aramburu. Nadie vio a la mujer cuando se bajó sonriente del tranvía y se perdió entre el gentío que a esa hora caminaba por la Alameda.
Andrés E. Schlack (25)
Licenciado en Derecho
aeschlac@uc.cl