Por Guillermo Ignacio Andrés García Moscoso.
I
Año mil novecientos dieciséis en algún lugar de Chile. Ella tenía un aspecto juvenil, su rostro y mirada denotaban tranquilidad, mucha. Sus colores eran muestra de elegancia y su paso era, sin lugar a dudas, gracioso. Por más que quisiera –realmente lo intenté- era imposible imaginársela en otro lugar distinto de aquél. Verde. El pasto oblicuo por efecto del viento, el mismo que chocaba contra ella sin poder moverla siquiera un milímetro. Verde. El agua comenzó a caer. Verde. De un momento a otro todo lo visible se difuminó por su efecto mojado. Verde. Ella parecía sonreír a la cámara; una inexistente. Verde. Así era el pasto que metía en su hocico.
Tarde supo ella el porqué. Un puñado de hombres macizos la subieron prontamente a un camión, si es que se podía llamar a aquello camión, y en marcha estuvo entre maderas y hierros. Motor. Barrotes por los que se colaban el viento y el agua. Un viento furioso y un agua más húmeda que la que conocía ella hasta aquel día. Las imágenes pasaban tan rápido que ni siquiera pudo mugir. Completamente absorta se abandonó al sueño.
II
Los preparativos del poeta eran estériles. Nada de lo que hiciera en aquellos momentos sería comparable a lo que se avecinaba. Sin embargo lo intentaba. Recitaba versos, versos de memoria. Caminaba rápido, en realidad parecía bailar, en puntillas, y después zapateando fuerte. Recitaba, zapateaba, y luego tararearía canciones conocidas y otras inexistentes. Su familia reía. Mujer y niños. En el pasillo estaban ellas: maletas de cuero. Grandes maletas que llevarían sus contenidos de vuelta al hogar. Ya sentían la erosión de la sal, la humedad y el constante ir y venir del agua debajo de ellas. Sin embargo, estaban preparadas. París era el destino final. Nuestro poeta era un siútico a la moda.
III
Nadie en Valparaíso entendía el porqué. Imagínensela a ella, mirando desoladamente. Sus manchas parecían ir creciendo, expandiéndose rápido por su cuerpo mientras la noche caía sin remedio sobre el puerto. Conocer el mar, sin embargo, parecía entregarle un gran regocijo. Quizás era miedo. Tenía sed. Un estibador se percató de ello y puso un balde bajo una llave de agua. La abrió. Una vez que el agua estuvo casi al límite del continente de metal, la llave fue cerrada y el balde puesto a los pies de la vaca. Hubo un mugido de felicidad. En realidad hubo varios y los hombres, que nada entendían, sonrieron. Faltaban diecisiete dientes y también unas cuantas razones; dientes en esas sonrisas y razones para mandar a una vaca, a esa vaca, a la mar.
Le pasaron unas correas de cuero por debajo, cuidando no dañar su sagrada ubre, y en un dos por tres estuvo suspendida en el aire. Un bungee vacuno. Una pequeña grúa logró posarla sobre la cubierta; ella estuvo a punto de resbalar. Nuevamente “Mu”. Esta vez sin risas.
IV
La mañana en el puerto sólo podía compararse a la felicidad del poeta. No había adjetivos pues éstos, cuando no dan vida, matan. Olía a mar, a aventura, pero sobre todas las cosas a un desayuno con leche fresca para sus hijos. Un capricho. Ese era el porqué y ¿por qué no?
V
Ella estaba triste y los niños fueron los primeros en sentir la leche agria. Era el mal de la rana. Lo padecen las vacas forzadas a hacer lo que no quieren. Eso dijo un hombre que no era de mar. Le creyeron. La ubre parecía a punto de explotar creando un Pollock de leche y los ojos desorbitados parecían dos huevos fritos, bien fritos. No hablaremos mucho de los efectos que aquella enfermedad produjo en aquél pobre ano; baste con decir que el efecto fue similar al de la carencia de luz en las pupilas. Los hombres no sabían que hacer, en cambio el poeta reía.
Dos días después, cuando la leche se cortó de manera definitiva, ella fue alzada nuevamente por la pequeña grúa. Las correas de cuero abrazaron su panza –cuidando sin razón ya su otrora sagrada ubre- y el bungee esta vez fue eterno, sin regreso. Un gran ¡plaf! la recibió amistosa. Dicen que Vicente lloró a carcajadas.
Años después, cuando el poeta cayó en paracaídas, la recordó. El mar, la travesía y ella se hicieron verso. Nunca nadie supo si lloró o rió en la caída. Lo único que sabemos es esto: Ordeñar un viñedo como una vaca / Desarbolar vacas como veleros / Peinar un velero como cometa / Desembarcar cometas como turistas / Embrujar turistas como serpientes.
De seguro Huidobro seguía riendo.
Guillermo Ignacio Andrés García Moscoso (23)
Licenciado en Derecho
Pontificia Universidad Católica de Chile