Por Juan José Salinas.
“Abrazo”. Así terminan muchos mensajes por correo electrónico, como muestra de afecto. Últimamente, la expresión se ha extendido al diálogo hablado. No sé cómo se generó el uso de ese saludo solitario. No me gusta. Muy bien no sé porqué. Escribo estas líneas para averiguarlo.
En primer lugar, me suena un poco primitivo. Lo asocio con Tarzán. Hablar en infinitivo o no conocer los artículos destila el aroma de lo selvático, con toda la carga despectiva que una sociedad que se tiene por civilizada es capaz de derramar sobre los modos de hablar que considera inferiores. Pienso, sin embargo, que en este caso la expresión es inferior. El sentido de los artículos es razonable y no veo motivo para dejar de recurrir a ellos. La determinación importa. Por épocas, se pone de moda considerar las reglas del idioma como imposiciones arbitrarias que sofocan la natural espontaneidad de la persona libre. Una idiotez. No pretendo que las normas lingüísticas se mantengan estáticas por los siglos de los siglos, pero sí me parece importante respetarlas, conocerlas, mantenerlas y mejorarlas cuando haya razones objetivas para hacerlo. Algunos dicen que la pobreza en el vocabulario y en la escritura es como una espiral descendente que arrastra la capacidad de pensamiento, de análisis, de comprensión de la realidad. Las relaciones humanas muchas veces naufragan por no saber expresar los afectos. Pedro Luis Barcia, presidente de la Academia Argentina de Letras, dice que aquella pobreza es antidemocrática: «La pobreza verbal impide la libertad de expresión en una democracia”.
En segundo lugar, más allá de que implique una pobreza lingüística (y quizá, en parte, precisamente por eso) tengo la impresión de que rebaja el contenido humano del saludo. “Abrazo” parece un producto industrial, elaborado en cantidades casi infinitas; es la expresión fungible e impersonal. No es “un” abrazo, en el sentido de algo determinado y único; mucho menos “el” abrazo que podría indicar más determinación aun. Frente a tal saludo, uno pierde su nombre y apellido; no es más tal mujer o tal hombre; ni siquiera es una mujer o un hombre; no es una persona; es, en el mejor de los casos, un destinatario, unas letras delante de la @. De ese modo, el gesto de abrazar, que quiere implicar cercanía, calidez, cariño, pierde su carga afectiva y su comunicación se limita a ser un sello electrónico prefabricado. Desde ya, admito que estoy exagerando y que también la expresión “un fuerte abrazo” puede llevar el estigma de lo predeterminado, de una formalidad o un “macro saludo”. Pero, para mí, “abrazo” se lleva el primer premio de la elocuencia de lo anónimo.
Quizá un motivo para estampar “abrazo” sea la falta de tiempo. Al leer ese saludo, tengo la impresión de que el remitente está frente a su computadora, probablemente en el trabajo, y el apuro le impide acompañar su saludo con “un fuerte” o sencillamente “un”. ¿Será posible? Escribir ese minúsculo artículo puede llevar un segundo; a los diestros con el teclado, seguramente menos tiempo. Entonces, si éste es el motivo, habrá que concluir que es más psicológico que real. Estamos tan ocupados que no podemos escribir una palabra de dos letras.
Por supuesto, como en todos los órdenes de la vida, las cosas podrían ser mucho peor. “Habrazo” o “avrazo”, por ejemplo. O, peor aún (no por el error, sino por la confusión que generaría): “Abraso”. Pero, aunque la sola falta del artículo supone un error mucho menos grave que esos otros dos ejemplos, me revienta, por decirlo académicamente.
Por todo esto, hace tiempo me propuse no escribir nunca este monosaludo. Y me parece que el tiempo me alcanza.
Juan José Salinas (40)
Abogado
jjsalinas@cudes.org.ar