Adonde el corazón te lleve

Por Santiago Legarre.

Muchos de los sufrimientos más grandes que nos infligimos se deben a la no integración de la razón y el corazón; muchos de los errores más grandes de nuestras vidas, incluidos aquellos que aparentemente no tienen reparación, responden a una decisión en la que el corazón ofusca la razón; o, al revés, le hacemos una llave de judo a nuestro pobre corazón, para que firme gimiendo y llorando una declaración de derrota frente a la razón, como canta La Oreja de Van Gogh. Lo más notable es que cuando ocurre esto último, tarde o temprano —a veces tarde, muy tarde; pero inexorablemente a tiempo— el corazón se venga. Como le pasa a Mark en la sonada película Juno, estrenada hace unos meses entre nosotros con el inexplicable título La joven vida de Juno —¿cuesta tanto traducir (o, mejor dicho, dejar de traducir) un nombre de pila, por más extraño que sea?—.

El film pasará a la historia de Hollywood por muchas razones: presupuesto mínimo con éxito arrasador; una actriz adolescente, desconocida y novel (Ellen Page) candidateada al Óscar; sobre todo, la defensa más sutil, inteligente y pagana de la alternativa de la adopción por sobre el aborto, inventada, para colmo, por una ex stripper que se llevó la estatuilla al Mejor Guión Original (Diablo Cody se llama, para más colmo: al diablo le salió el tiro por la cola con esta bailarina).

El personaje de Mark, en cambio, pasará a la historia de Hollywood inadvertido, como ha pasado también para tanta gente que vio la película.

Desde el vamos de su casamiento con Vanessa, una mujer empresarial y asaz atractiva, ésta mete en un armario el pasado bohemio de su marido, lo arrincona literalmente en un sótano de la casa. Mark acepta la situación, pero los hechos muestran que no estamos frente a una renuncia por amor que responde a un pedido por amor, sino más bien ante una imposición frente a la que no hay alternativa aparente. Mark hace la famosa llave de judo, pero sus anhelos, su cariño, su corazón, en definitiva, no están con su bellísima mujer sino… en el sótano, junto a  su guitarra eléctrica.

Por eso, la aparición de Juno en su vida —la adolescente embarazada que les dará su hijo para que lo adopten, y Vanessa pueda realizar el sueño que la naturaleza ha coartado— opera una especie de resurrección en Mark: florece todo lo que estaba podrido y marchitado, porque Juno devuelve a Mark al sótano del que su corazón en realidad nunca quiso salir. El probable enamoramiento del hombre casado por la joven veinte años menor no es sino la irritación superficial del navegante que boga por salir del tedio, el grano contenedor de un pus más importante, que se fue generando desde aquella capitulación sin amor que se produjo a partir del matrimonio. Por cierto, Vanessa tiene parte de la culpa, por no haber entendido nunca bien lo que el arte significaba en la vida de su marido.

En las antípodas de Mark, Jane Eyre —la heroína de Charlotte Brontë, que la misma actriz de Juno,Ellen Page, encarnará próximamente en el cine— personifica de un modo excepcional la armonía entre lo racional y lo intuitivo y, aunque sea una mujer, su ejemplo nos sirve a todos, pues su volcánico carácter aúna sorprendentemente elementos de ambos sexos: lealtad a prueba de todo, tremenda independencia de espíritu, determinación inexpugnable y generosidad desinteresada: cualidades todas que interpelan a cualquiera que se haya propuesto alguna vez ser buena persona.

Huérfana y educada en medio de privaciones, Jane aprende pronto a valorar lo verdaderamente importante, a partir de la experiencia de carecer de lo superfluo. A partir del modelo de su compañera de orfanato y amiga, Helen Burns, y de algunas de sus profesoras, la cabeza de Jane empieza a llenarse como por ósmosis de ideas acertadas sobre la vida. En verdad no es una ósmosis biológica: lejos de ser una planta, valora lo que ve y escucha: tiene una conciencia delicada.

Jane Eyre toma las decisiones más cruciales de su vida prácticamente sin un razonamiento: su intención de casarse en circunstancias socialmente inverosímiles, su marcha-atrás cuando advierte que el amado ya había contraído antes un compromiso irrevocable, su determinación de compartir una herencia cuantiosa con primos que no tenían estrictamente hablando derecho alguno: en todos los casos Jane se deja llevar por una corazonada y, en última instancia, nunca se equivoca.

Cuando se tienen unas pocas normas claras de conducta recta —un puñado de “ideas madres”, como decía un sacerdote anciano—, la intuición termina casi siempre en un acierto, la flecha, en el blanco. Parafraseando a Susanna Tamaro, podemos, entonces, ir adonde el corazón nos lleve, con la paz de saber que llegaremos a buen puerto.

Santiago Legarre (40)
Profesor de Escritura