Los libros que me mordieron

Por Martín Grosz.

Un crimen, una víctima distinguida y un asesino inteligente. Resuena en la antigua casona inglesa un grito apagado en sangre, y todo queda listo para que comience la historia. Cuando, finalmente, los investigadores admitan su impotencia, lo citarán a él, que llegará con su habitual arrogancia y una pipa en la mano dispuesto a desenredar la más compleja de las coartadas. Es el detective de las narraciones policiales clásicas, que tanto nos entretiene y nos enseña, y cuyas historias nos marcan para siempre.

Un buen ejemplo es Hércules Poirot, protagonista de más de 80 relatos de la escritora británica Agatha Christie, entre los que se encuentran El asesinato de Rogelio Ackroyd y El expreso de Plymouth. Siempre impecablemente vestido, él deambula con su libreta de apuntes y dialoga con cada uno de los testigos. Piensa, conjetura, reconstruye y logra resolver de un modo sorprendente casos complejísimos. ¿Cómo lo hace? Recibe la ayuda de sus “células grises”, dirá siempre él. Es probable que Poirot tenga mucho de su antecesor, el francés Dupin, que luce su extrema sagacidad en los cuentos de Edgar Allan Poe, como “La carta robada”.

Lo que tienen de genial estos personajes es su ilimitado y desinteresado amor por el conocimiento. Son investigadores natos, amantes de la complejidad. No eligen los casos que les dejan más dinero, sino aquellos que más desafían su capacidad intelectual. Ante todo, sienten una inexplicable pasión por revelar lo desconocido, aunque la única recompensa sea la mera satisfacción de haberlo hecho.

Estos detectives son apasionados del conocimiento. Están siempre dispuestos a incorporar cualquier saber. Lo desean y lo disfrutan. Quizás, sea eso lo que les permite dejar siempre en ridículo a los investigadores policiales, que aplican tercamente sus métodos científicos sin la menor creatividad y sin tener en cuenta las particularidades de cada caso. Personajes como Poirot y Dupin, por el contrario, nos enseñan que la realidad, siempre compleja, debe ser estudiada con método, pero también de un modo abierto, sin perder la visión de conjunto. Sólo así puede Poirot darse cuenta de que el asesino era quien menos se esperaba, o Dupin concluir que la solución del enigma se le había escapado a las autoridades por su extrema obviedad.

En el fondo, lo que estos personajes comparten es su cualidad de curiosos sin remedio. Hacen de su vida un ejercicio de curiosidad, y nos enseñan que podemos adoptar esa disposición mental como un modo de vida.

La curiosidad es mucho más que esas ganas irresistibles de saber algo, mucho más que esa picazón intelectual que a veces nos embarga. Puede convertirse en un estado permanente de apertura a la realidad, que transforme la vida de un sujeto en algo apasionante. Lo importante es dar el paso que separa el estar curioso del ser curioso.

Las personas que son curiosas regresan con alegría a la edad de los porqués, o bien no la han abandonado jamás. Toman la decisión vital de interesarse siempre por todo, con la firme convicción de que cualquier cosa, por más insignificante que sea, puede resultarles enriquecedora. Viven, en definitiva, con una voluntad no utilitaria y desprejuiciada de conocer, que no pretende recompensa alguna por el esfuerzo invertido, a excepción del placer intelectual de saber más (o, mejor dicho, de ignorar un poco menos).

El curioso crónico es alguien que no acepta medias respuestas ni que se le diga que las cosas se hacen de cierto modo porque sí. Pretende razones, causas, fundamentos, argumentos y, con ellos, llegar hasta el fondo de todo lo que analiza. Para estas personas, la vida es un gran caso policial, y se plantan ante ella con la actitud crítica del detective privado, que permanece siempre atento a cualquier detalle y convierte hasta lo más obvio y cotidiano en objeto de sus indagaciones. El curioso vive cuestionando, preguntándose por qué y, muchas veces, por qué no. Pero no se detiene una vez que ha convertido en problema aquello que a los demás les pasa inadvertido: la curiosidad, también, le da fuerzas para investigar y reflexionar, y luego para cambiar todo lo que pueda ser mejorado.

Si algo enseñan los relatos policiales es que el prejuicio es el gran enemigo de la curiosidad. El prejuicioso no se relaciona con la realidad, sino con las ideas previas que tiene de ella, que no está dispuesto a cuestionar. El curioso, por el contrario, analiza el mundo decidido a dejarse transformar. Lo que el prejuicioso pretende, al fin y al cabo, no es conocer, sino adaptar el mundo a los limitados esquemas que maneja.

Las historias policiales muestran claramente esa oposición de enfoques y nos ponen en el aprieto de decidir a quién queremos parecernos: si al sagaz detective que triunfa, o a los inspectores de policía que fracasan —como dice Dupin— “siempre que la astucia del malhechor posee un carácter distinto a la de la suya”.

Todos, tengamos la especialidad que tengamos, podemos decidirnos a ser personas abiertas, que encaran su vida con curiosidad y una permanente voluntad de aprovechar el aporte que pueda hacernos cualquier conocimiento. Para inspirarnos, basta con leer una buena novela policial.

Martín Grosz
Estudiante de Comunicación Social