Por Federico Alfano.
No sabía por cuánto tiempo más padecería su ausencia. Temía no volver a encontrarla. Por eso me decidí a dibujar su rostro una y otra vez en el afán de no olvidar sus facciones. Ansiaba poder verla aparecer de a poco en una hoja de papel; impartiendo curvas y luces desde mi memoria. La mística de los retratos es simple: ella está siempre, aunque no esté. La ausencia es, de hecho, la presencia discontinua donde la amada sólo puede ser perfecta.
Así, todos vamos acumulando dibujos, cartas y poemas de amor eterno. Todos vamos llenando a lo largo de días rutinarios nuestro propio cajón de apócrifos; de sentimientos inéditos e inacabados, de proyectos truncos que alguien, unos años o unos días después de nuestra muerte, rescatará del olvido para mirarlas, resoplar, y tirarlos diligentemente al tacho de la basura.
De todas las reflexiones de mi vida, no he sacado nada en limpio salvo una cosa: a lo largo de la vida de todos y cada uno de nosotros hay al menos un elemento que permanece inmaculado. Siempre hay una cosa que nos trasciende, nos inmortaliza. Creo que el único elemento capaz de atravesar nuestra mortalidad es el amor plasmado en una mirada, en una caricia o en un retrato.
Destiné meses enteros a lograr su rostro en una hoja de papel. Intenté inmortalizarla en libretas, cuadernos y bocetos permanentes. La dibujé entre tréboles de cuatro hojas, caminado entre gente delgada con cara de suficiencia, señores de bigotes anchos y tupidos, bailarinas de Charleston, monos con galera, hormigas con pollera, dragones de colores y gatos amarillos con puntos de luz. A pesar de mi esfuerzo desmedido, no lograba imitar sus facciones, sus armoniosas curvas.
Luego de tantos intentos ya no me quedaban más hojas ni cuadernos donde dibujar. Por eso decidí dejar mi hogar y continuar mis dibujos sobre las baldosas que cubrían las calles de la ciudad. Después de miles de intentos logré imitar sus ojos. Pasaba horas enteras custodiando aquella bendita baldosa. Evitaba con sangre y sacrificio que los peatones caminasen sobre ella. Rara vez dormía. Temía descuidar la baldosa y que un peatón o la lluvia desfiguren su rostro.
Pero un día el servicio público de limpieza se dispuso a limpiar el piso de la vereda. Me negué rotundamente a que limpiasen la baldosa donde había inmortalizado su recuerdo. Me resistí, me encarcelaron y, finalmente, borraron sus ojos.
Por el disturbio me condenaron a diez años de prisión. Traté de sobrevivir al encierro y a su ausencia. Todos los días invertía mis mejores horas en pintar su rostro.
Un buen día logré imitar su sonrisa sobre la húmeda pared del calabozo. Poco tiempo después terminó mi condena. Y quedé libre.
Viajo en tu recuerdo ¿Sólo en tu recuerdo?
Pero qué breve sería ese viaje
Si en su límite el alma desnuda
No me diese del cuerpo tu exacta imagen.
Federico Alfano
Médico
26 años