Por Delfina Krüsemann.
Se dice que sólo los niños, los locos y los borrachos dicen la verdad. El Choque Urbano, con sus personajes de inocencia primitiva y un delirio rítmico inaudito, embriaga al público con una experiencia revolucionaria y reveladora.
En la sala apenas iluminada, distingo una estructura de madera con apliques de metal, sogas, escotillas: es La Nave, que espera agazapada su hora de zarpar… ¿hacia dónde? Quizás a un lugar donde la sociedad no se empeñe en amoldarnos o excluirnos, en donde el otro no sea una amenaza y vivamos en armonía. Esos cuerpos entreverados que se retuercen de placer y confusión en la primera escena, abordan la nave en busca de un destino mejor.
El motor y timón de ese viaje es el sonido, que brota de impensados instrumentos y resuena en los cuerpos de los actores, fusionándose en un ritmo que hipnotiza y conquista. Todo vale para este genial grupo de intérpretes que no necesita comunicarse con palabras: su ser entero está conectado al presente, la energía que despliega es abrumadora. Quisiera subirme al escenario para exorcizar con ellos ese exceso de domesticación…
Por fin, el descubrimiento: es el espectador, que se entrega sin luchar a los designios de El Choque Urbano. La colisión tiene un único herido: la indiferencia.
Delfina Krüsemann
Licenciada en Comunicación Social
24 años
dkrusemann@gmail.com