Por Delfina Krüsemann.
Cuando los hippies instalaron la expresión “Amor y Paz”, ¿sabrían cuánto daño estaban haciendo, sin querer queriendo? “Amor y Paz”: en el contexto político, casi un oxímoron, si se me permite. Por supuesto que es una frase que se oye divina, sublime en los labios de una mujer de largas trenzas rubias, delicado vestido blanco y pequeñas flores multicolores en la cabeza. Pero, francamente, si esas dos palabras son pronunciadas en maridaje por un mandatario estatal, se me eriza la piel.
Amo el amor, y amo la paz. Son dos de las metas más nobles y elevadas a las que puede aspirar el ser humano. Ahora bien: yo amo a mi hermana; es inteligente, divertida, talentosa, solidaria… Sin embargo, a veces quiero matarla. Literalmente. Es que tiene la manía de usar mi ropa sin mi permiso. En esos episodios de descubrimiento del “delito”, lisa y llanamente, fantaseo con tirarla por el balcón.
Este efímero deseo que me hace temblar el cuerpo y revoluciona mis pensamientos es, no obstante, muy poderoso, ya que tiene su raíz en ese mismo Amor: una emoción poderosa y arrolladora muy estimulante y necesaria en la vida de los hombres y mujeres como individuos. Es entonces cuando pienso: “Pero, ¿cómo se les puede pedir a enemigos centenarios o hasta milenarios que se fundan en un abrazo fraternal, cuando a veces ni yo puedo evitar ciertos arranques contra mi propia sangre?”
Por eso, cuando de relaciones internacionales se trata, preferiría que reinaran otros parámetros antes que el apasionado y volátil Amor. Ninguna Paz con aspiraciones de eternidad puede basarse en el Amor. El Amor imperfecto (el único que puede experimentar el ser humano) es frágil y en muchas oportunidades bipolar: por algo sobrevive de generación en generación ese dicho que dice que “del odio al amor hay un solo paso”(¿o es al revés?)… Además, ¿es realmente posible amar a toda la humanidad? ¿No es un poco ingenuo y hasta hipócrita decir que amo a quien no conozco?
El Amor es algo serio, ¡si hasta hay quienes se han peleado y matado por amor! ¿Quién se atrevería a sentirlo con tanta ligereza? Asimismo, ¿cómo me puede obligar un tratado escrito en un papel, por más bienintencionados que sean los gobernantes de turno que lo redactaron, a amar a otra persona? ¡Si la alquimia del Amor es misteriosa, sorprendente e incontrolable! ¿Cómo pretender encerrarla en un proceso legal tan mecánico como el que decide las rutas aéreas, el libre comercio internacional o la explotación de los recursos naturales en el Polo Sur?
Si, como ciudadanos del mundo, aspiramos a la Paz entre las naciones, creo que más vale empezar por otro lado. Con toda seguridad, ya otros pensadores, filósofos, politólogos y demás especialistas habrán reflexionado sobre este tema mejor que yo. Sin embargo, no me gusta criticar un estado de cosas sin proponer mi solución. (De lo contrario, sería simplemente “una doña Rosa más”.) Por eso, me animo a formular las bases de la Paz sobre tres principios: el respeto, la justicia y la compasión.
En primer lugar, el respeto es “la meta de largada” desde la cual siempre deberíamos transitar nuestras relaciones; algo así como la “garantía inicial” de todos nuestros encuentros con el otro. No necesito que el mundo entero me ame, puedo llenarme del amor de mi familia y mis amigos. Pero es menester que todos los demás habitantes de este planeta me respeten para poder desarrollarme en libertad.
En segundo lugar, la justicia es la instancia de reparación en caso de que el respeto se haya corrompido o quebrado. Un límite necesario para forzar la reflexión y el arrepentimiento cuando la buena voluntad escasea. Y, por último, la compasión: una predisposición afectiva que reemplazaría el Amor, rescatando la fraternidad que implica este sentimiento, pero sin atarse a sus tormentosos caprichos y exigencias. El día que una persona deja de estremecerse frente al sufrimiento del otro, pierde un poco su condición de persona.
Creo o quiero creer que, bajo estos lineamientos comunes, podríamos construir una Paz consolidada, lógica y aceptable. Incluir al Amor en la ecuación me suena a hueca diplomacia o poética ingenuidad. Y es lo que, tal vez, también ha contribuido a que la Paz se entienda como un utópico canto de infantiles quijotes. Yo, muy por el contrario, pienso que la guerra es un producto más, muy redituable en el mercado actual, y extremadamente vendible cuando rige la ley del menor esfuerzo. Porque alcanzar la Paz implica muchos sacrificios, pero eso no la hace imposible sino más valiosa.
Esto pensaba yo hace unos días, caminando por el Microcentro, mientras me preguntaba en qué estado seguirían las hostilidades entre Israel y los palestinos, dado que los diarios locales ya no nos informan al respecto. Pero ese es otro tema…
Delfina Krüsemann
Licenciada en Comunicación Social
24 años