El aljibe de Olaz

Por Soledad D’Agostino.

En la confluencia de las calles Montevideo, Guido y Uruguay hay un “sitio encantado”. Allí se emplaza, pequeño y solitario, un sobrio aljibe. Es muy poco vistoso y nada tradicional; no lo rodea un jardín, y de él no cuelga ningún balde… pero, más extraño aún: su pozo está cegado por una gruesa capa de cemento.

Los transeúntes lo ignoran. En la proa de aquella pintoresca manzana triangular en donde convergen estas calles, los inútiles adornos de acero acicalado del aljibe parecen sonreír a la nada, y el mármol gris de su base se tizna por los diarios colectivos. Nadie se detiene a admirar aquella melancólica belleza.

Como todo lo humilde, el aljibe es muchísimo más de lo que aparenta. Se dice que, a las 12 en punto de la noche, cuando no hay luna y en los primeros días del mes, vuelve a abrir su hueco sellado.

Sólo las personas de ojo fantástico pueden presenciar la escena. Como caja de música, se abre al son de un irresistible cantar fervoroso. Casi tan incitante como aquél que oyó desde la isla de las sirenas Ulises durante su Odisea. Así, los pasantes del trío de calles enloquecen al escucharlo, y deben atarse a los volantes de sus autos para no arrojarse a las fauces del aljibe abandonado.

La melodía es tan intensa y perforadora que muchos oyentes quedan aturdidos durante varias horas. Se habla de casos de pérdida de memoria, e incluso de cabales olvidos de identidad. Pero cabe notar que todas las versiones convienen en que el impacto de esta música provoca una llamativa remembranza de algún momento pasado junto al mar.

Cuenta una leyenda urbana de esas que nadie cree que el aljibe perteneció, alrededor de 1850, a la casa de Toribio Montero, ubicada en el actual empalme de las calles. Montero, un árido almirante de buen pasar, la habitaba con su mujer y una única hija, de nombre Olaz. La muchacha era bien conocida en la sociedad porteña por su inigualable belleza y su don en el canto. Solía acompañar a su padre en muchos de sus viajes mar adentro.

Al cumplir sus 21 años, Montero llevó a Olaz hacia las islas Malvinas. Durante el trayecto, el barco fue devorado por una fatídica tormenta. El almirante sobrevivió y regresó solo, arrastrando el carruaje fúnebre que portaba el ataúd de su única hija. Curiosamente, el tamaño del féretro era descomunal y, según contó el conductor, emitía extraños ruidos. Quienes lo vieron descender juran haber notado que vertía agua a sendos lados. Nadie se alarmó. La inmensa casa contaba con capilla y cementerio privados. Se asumió que la desconsolada pareja daría sepultura a su primogénita en la intimidad del hogar.

A partir de entonces, Montero se encerró junto con su mujer y abandonaron la vida social por esa reclusión hermética. La pérdida de la joven belleza en altamar fue muy comentada entre los mozos porteños, y más de un corazón se contrajo de angustia por la desgarradora noticia.

El almirante había sido siempre muy celoso de la muchacha; la dejaba salir poco y había rechazado muchos notables pedidos de mano. Olaz se mantuvo sumisa y silenciosa. Se la conoció apasionada únicamente en el canto. Solía oírsela de noche, conquistando el jardín con una voz insoslayable y melódica.

Muchos mozos de la época se acercaban a las rejas montaraces de la mansión porteña, intentando vislumbrar a la divina cantante. Luego del naufragio, la dulce voz se dejó de oír, hasta que corrió el rumor de que, en los primeros días del mes, los jardines del almirante volvían a musicalizarse…

Sólo fue cuestión de tiempo hasta que los alrededores de la casa volvieran a poblarse de lozanos caminantes nocturnos, que se detenían más de la cuenta cerca de las madreselvas, a probar suerte. Varios volvían cabizbajos, pero algunos confirmaron el rumor. Nació la historia del fantasma de Olaz, que merodeaba los jardines de lo de Montero entonando su diabólica voz enloquecedora.

Casio Bilbao, joven pianista y antiguo admirador de la muchacha, era reacio a caer en la nueva fábula. Elaboró una esotérica teoría: Olaz no había muerto en el naufragio y, por alguna razón, su padre la había aprisionado en la casa. Durante la primera noche del mes de Noviembre, el muchacho se adentró en la propiedad, perdidamente encantado por la voz de la hija del almirante.

No se supo más que lo siguiente: una hora después de haber entrado en el jardín, el joven pianista fue desalojado a punta de pistola por Montero, en medio de un escándalo que asomó a los vecinos a sus puertas en asombro. El joven Bilbao estaba empapado de pies a cabeza, y un collar de corales colgaba de su cuello húmedo. El almirante lloraba de rabia, mientras le gritaba que, si alguna vez contaba lo que había visto, se encargaría de llenarle la boca de plomo.

Luego de aquél episodio, Montero y su mujer abandonaron la ciudad. La casa que habitaron fue demolida, pero, sin motivo aparente, nadie se atrevió a extirpar el antiguo aljibe del centro del jardín. Con el correr de los años, el verde se cubrió de cemento, y los alrededores del aljibe fueron luego divididos en las tres vías que hoy lo encierran. Allí se mantuvo, hasta el presente, intacto.

Bilbao compuso un vals para piano que fue muy solicitado en los saraos de la época. Lo tituló “El canto de Olaz”. Contaba la historia de una joven ahogada, que entregó su alma al mar para convertirse en sirena.

Soledad D’Agostino
Estudiante de Comunicación Social
22 años