Por Guillermo García Moscoso.
A S. sólo le queda soñar. Cada vez que despierta deja atrás los colores, las formas y la luz. S. no ve nada desde hace seis años y desde más de veinte que ha ido perdiendo el don; fue una enfermedad progresiva. Ahora el día es completamente ajeno a él y sólo cuando comienza la noche, y con ella el sueño, siente que vuelve a esa vida con vista que anhela. No han sido pocas veces que no ha querido despertar; abrir los ojos es irse a negro. Nadie quiere realmente irse a negro.
S. ha llorado muchas veces. Lloró el treinta y dos al nacer, el cuarenta y ocho de hambre, el sesenta y cuatro y el setenta y uno desde una celda y el ochenta y seis cuando se mató su hijo. También, lo ha hecho muchas veces, al despertar. Cosa triste es no ver cuando se recuerda.
Olegario Matta habla todos los domingos a las diecinueve horas a un micrófono: conduce un programa llamado, créanlo ustedes, “Olegario Matta” en la Radio “Calle Calle”. S. llama habitualmente al programa para saber si emitirán o no el domingo. Si la Izquierda de Latinoamérica está de buen ánimo, o ha tenido una semana grata, el programa se dará, si no es así, habrá una excusa: Olegario se encuentra enfermo, Olegario se excusó, Olegario no vino hoy. S. es el único que se ha dado cuenta de ello. Es parte de su formación de analista. Él poco a poco ha ido descifrando los mensajes, los silencios y el tono de voz. Ha sido un trabajo duro, muy ligado a sus años de formación militar y trabajo en la contra inteligencia británica en la U.R.S.S.
Algunas veces S. considera que nació para filósofo y escritor (más lo último que lo primero). Pasea por Francia junto a Víctor Hugo, Balzac, Flaubert y es especialmente amigo de George Sand. Ella le recuerda a un café de la calle Almirante Barroso que llevaba el mismo nombre; lugar de lesbianas, personas cariñosas que en muchas otras ocasiones han cubierto los malos pasos de su más grande sueño: ser estafador de renombre –el más grande de la historia-. Impecablemente vestido –siempre invisibles dentro de sus zapatos unas plantillas que le suman un par de centímetros y pañuelo al cuello de seda-, siempre delgado, mocasines beige sin calcetines, pantalones ajustados color crema, camisa celeste también ceñida, con una sonrisa dibujada en la cara, pelo engominado y dejando atrás aeropuertos y pasaportes –también mujeres- con una frialdad incomparable. Con bigote recortado o sin él y tras anteojos oscuros cruza fronteras como quien ríe de simples figuras geométricas. Un rockstar del delito. Siempre generoso, siempre arrogante: adorablemente repugnante.
Claro, muchas veces su esplendor en el delito, en las letras o como analista se trunca con la muerte de un hijo. La ambulancia llegando tarde, siempre ineficiente, el chasis mezclado con el dolor de la irresponsabilidad, de dejar manejar a un niño, el llanto de la familia; el silencio de la muerte. La realidad entra por la puerta reservada para la ficción y el dolor brota de ella de manera siempre nueva.
Hoy S. lloró al despertar. Descubrió un complot radial. Conversó acerca del borrador de una novela sobre la señora infiel de un médico y dio ciertas ideas, algunas gustaron. Se vio caminando hermoso por aeropuertos, con pasaportes falsos y fajos de dinero en los bolsillos de aquella chaqueta haciendo juego con su pantalón.
No fue capaz de hacer nada mientras veía a su hijo aprisionado entre los hierros de un Fiat 600. Ocurrió un año ochenta y seis. Todo en Technicolor. S. seguirá soñando. Sólo le queda eso.
Guillermo García Moscoso
Egresado de Derecho, Universidad Católica de Chile
23 años