Por Teresa Batallánez.
Conocemos nuestras ciudades al ritmo de la prisa cotidiana; vamos, volvemos y entre tanto ajetreo nos perdemos los tesoros que se camuflan en el paisaje urbano. Como las muchas escaleras que con figura distinguida y pose inteligente procuran desafiar nuestra callejera indiferencia. Desatendemos su delicada belleza y el misterio infinito que encierra su presencia; un misterio inefable pero sabio y a la medida de nuestra conciencia. Así nos privamos de un espejo importante que, sabiéndolo ver, habla de nuestra existencia, de nuestro propio modo de ser y de estar en la Tierra. Tal vez porque sus inclinaciones tienen la misma resonancia de nuestros múltiples avatares o de la perspectiva con que miramos las cosas, o de nuestros sentimientos que vienen y van. Algunos escalones se hacen difíciles, nos dejan sin aliento y parece que no quedara energía para el siguiente; otros se pasan volando y son de los que enderezan la espalda e hinchan el pecho de orgullo. Si pisamos firme, subimos seguros; si el pie resbala, tememos perder el equilibrio.
Subimos y bajamos a diario escalones sin detenernos a contemplar la maravilla de esa danza que bailan las piernas deslizándose por una escalera. Piernas que para un ojo atento dan una lección de civilización y progreso pues una no avanza, ni chilla ni pisotea sino hasta que termina su turno la otra y sólo entonces, sin tiempo que perder, se dedica de lleno a lo suyo. Se mueven con independencia pero trabajan juntas en pos de un horizonte común y no tan lejano, no tan inalcanzable.
Aseguran que subir y bajar escaleras es de los mejores ejercicios físicos y es también excelente para el corazón.
¿Por qué será que muchas veces se empeñan en disimularlas con escasa luz y poco lustre, al final de pasillos deslucidos o detrás de alguna puerta de apariencia inútil? Debiéramos hacer brillar las escaleras, tanto las que están adentro como las que viven afuera. Deberían ser siempre una invitación a lo alto, un estímulo vibrante a subir, a ser mejores, un canto a las ganas y un himno que supedite su música a nuestros pasos. Así sabremos que muchas veces nos toca bajar para una mejor armonía y que en ése descenso también descansa el secreto de una melodía dulce.
Ser capaces de contemplar el misterio de una escalera permite estar atentos a las sutilezas de la vida cotidiana que hacen la existencia mucho más bella. Callen, observen, escuchen. Y sientan cómo la escalera va contando la propia historia…y sube, y baja y vuelve a subir.
Teresa Batallánez
Periodista
34 años