Por Gustavo Luis Maluendez.
Navegar por cuestiones del alma siempre es delicado y apasionante. El amor suele ser el origen de noches de desvelo, madrugadas de llanto y días de sonrisas. Llegar a buen puerto no es empresa fácil en aguas tan turbulentas, pero pondré en marcha los engranajes de mi escasa materia gris para tratar de destrabar el asunto.
La belleza, entendida como armonía corporal, condiciona en mayor o menor medida. Esta variación depende, no sólo de las cualidades físicas del sujeto que ama sino también de su disposición al amor.
Creo que pueden distinguirse distintas clases de seres humanos: seres humanos ciegos, miopes y videntes. Estos últimos, requieren para enamorarse que la belleza del objeto sea cuasi divina, ya que sus ojos son el eje principal y, en ocasiones, el único por el cual deciden o no enamorarse. En cambio, aquellos seres que han tenido la dicha de ser ciegos, no hacen más que flotar por las profundidades de otra dimensión, más insondable y desconocida: el alma. Pero, si alguna vez deciden mirar con los ojos y no con el corazón, quizás puedan ser conmovidos por figuras groseras y toscas.
Pareciera ser que de esta breve descripción de los prototipos de seres humanos —el ciego, el miope y el vidente— deberíamos optar por el ciego, pero espero que el respetado lector pueda al final de este tímido manifiesto, concordar con quien escribe que quien mejor se ajusta a criterios de utilidad, verdad y bien es el miope. Despejemos un poco el concepto.
Cuando hablamos de relaciones amorosas, estamos hablando lisa y llanamente de amor. Para amar a una persona plenamente son necesarios varios elementos. Entre ellos se encuentra el conocimiento, la atracción físico-química y la afinidad en los valores pero claro es que para que la voluntad viaje hacia el umbral del conocimiento, primero debe encontrar en ese objeto cierta idea de belleza física que la seduzca. En el caso contrario, ella se inclina por la apatía. Debemos, por lo tanto, descubrir la verdadera exteriorización de estos elementos en cada prototipo para llegar a la verdad de la cuestión.
El caso más comprensible es el del vidente, ya que sus cualidades se asimilan en demasía al hombre de nuestros tiempos. Esta cercanía temporal nos regala facilidad —otra cualidad con superávit hoy en día— ya que está presente siempre. Cabalgando sobre la sencillez del prototipo vislumbraremos que en él gobierna una feroz dictadura, la de la atracción. No existe ser en la tierra que le de más importancia a la forma que él. Su órgano vital no es el corazón, son los ojos. Tal es la importancia de dicho instrumento que el vidente no puede enamorarse si no es de mujeres talladas a la perfección. Son esas mujeres que parecieran ser de plástico, moldeadas por manos divinas. Un miope la apreciaría, pero no siempre se enamoraría; en cambio, el vidente no requiere de esos otros elementos para ser flechado. En situaciones distintas, estos ojos con cuerpo, al colisionar con objetos antiestéticos, solo atinan a mirar para otro lado.
El conocimiento juega un papel secundario en él, ya que exige de otro tipo de mirada: una perspectiva más honda y verdadera que requiere un peregrinaje más engorroso. Podríamos decir que el vidente sólo mira lo evidente: el cuerpo, la belleza exterior, eso que se nos aparece sin requerir esfuerzo. Más que la dictadura de la atracción es la dictadura de lo fácil, lo instantáneo. Embarcarse en aguas profundas es para él una pérdida de tiempo, mejor nadar cerca de la costa, sin peligros ni aventuras.
En el otro extremo del péndulo existencial nos encontramos con un ser que parece sacado de la Edad Media. Un prototipo idealista, profundo y reflexivo: es el caso del agraciado ciego. Un hombre con un horizonte vasto, que se despoja de lo palpable para aventurarse en oscuros y desconocidos pasillos. Él no ve, él contempla la interioridad. En él no existe la violencia tácita de lo físico, que se impone con claridad. Por ende no hay dictadura; quizás viva en un sistema populista. Régimen un tanto más bondadoso que el primero, pero mentiroso al fin. Miente pero con estilo. Dice que sólo importa transitar admirando el fondo, lo interno, lo cavernoso. Y peor aún, miente premeditadamente. Entiende que “lo esencial es invisible a los ojos” pero que eso no excluye al resto. Sabe que amar implica conocer y también percibe que es más honroso amar conociendo que amar deseando, deseando tan sólo un cuerpo, una forma, una silueta, que el tiempo, tirano él, marchitará. El populista se da cuenta que miente, sabe a la perfección que siendo idealista, no es real. Y claro, la realidad, que siempre comparece con vehemencia ante los hombres, es para el ciego populista un asalto de irracionalidad. Cuando abre sus ojos, se encuentra con un mundo inventado, mentiroso, inestable. Tal es la frustración, que prefiere vivir con los ojos cerrados, en su mundo de fantasías.
Llegando ya al final de esta descripción de prototipos, se nos presenta el miope. Sabio personaje, equilibrado por excelencia, es el único que logra captar lo sustancial en toda esta controversia; la justa medida. No deja nunca que el poder vanidoso e impulsivo del dictador de la atracción lo absorba. Tampoco permite que las dulces sonatas mentirosas del populista lo seduzcan. Sabe conjugar aquella atracción personificada en belleza con lo que adviene, por consiguiente, un conocimiento profundo del otro en su esfera espiritual. Es todo una cuestión de orden. Esa belleza que atrae es necesaria para iniciar el proceso amoroso, pero debe ordenarse a una esfera superior que conlleva conocer al objeto amado.
En este último especímen, es donde cobra sentido el perfecto matrimonio entre la esfera interna y la esfera externa. Y tan perfecta es la simbiosis que al unirla el conjunto se retroalimenta. Cuanto más conozco, más amo y, cuanto más amo, más majestuosa es la pieza. El miope acabado siempre se conmueve al darse cuenta que los minutos pasan y con ellos aumenta la belleza de la amada. Es el consuelo que el tiempo nos regala a cambio de quitarnos existencia junto a esa persona.
En el mundo del miope, gobierna la aristocracia. Ni dictadura ni populismo. Se administra lo mejor de cada clase en su correcta dimensión. Ambos, lo externo y lo interno, aportan su capacidad sin perjudicar al otro, teniendo muy en claro que el objetivo es el bien común del hombre; amar en el sentido más completo de la palabra. Admirar con ojos lo que amo con el corazón.
¿Qué incidencia tiene la belleza en el proceso amoroso? Si no se encuentra la respuesta en las oraciones anteriores, quizás el concepto que utiliza Ramiro Sáenz 1 se adecue: la función de la belleza es como el papel de diario para encender el fuego, sirve para iniciar la fogata, pero no para hacer el asado.
1 Sáenz, Ramiro, “Noviazgo”, Ed. Lectio, 2006.
Gustavo Luis Maluendez (22)
Estudiante de Ciencias Políticas