Por Genoveva Dupont.
Hace años de años, en la ciudad de Buenos Aires, surgió una burguesía acomodada que, con el paso del tiempo, fue logrando obtener fue acumulando riquezas que le permitieron lograr un nivel de vida confortable como para lograr una vida confortable. Eran personas educadas y de buen gusto. Vivían en los mismos barrios y compartían los mismos ideales católicos.
Así fue que se agruparon diversas familias de clase media y alta, y fundaron colegios y clubes que transmitieran estos valores que ellos tan fuertemente sostenían. Veraneaban en los mismos lugares; organizaban fiestas y eventos sociales; participaban de clubes literarios y compartían ideas políticas.
En el fondo, el ser humano busca siempre estar con sus semejantes; allí donde siente que pertenece es donde se siente querido y sostenido; allí donde se siente querido y sostenido es donde va a poder desarrollarse de acuerdo a sus creencias que, a su vez, comparte con su grupo.
Podríamos decir, entonces, que en un primer momento ser bien —como se le dice ahora— no implicaba algo puramente superficial —como por ejemplo, tener cierto apellido, vivir en cierta calle e ir a determinado club— sino que, al contrario, lo superficial era consecuencia de algo más profundo, como puede ser tener determinados valores.
Con el tiempo, esta situación se fue degenerando. Lo accidental ha pasado a ocupar el primer lugar. La posmodernidad ha echado raíces en la católica sociedad argentina; vivimos en pos de las sensaciones vertiginosas; se busca sentir el riesgo pero no correr peligro; la apariencia —“verse bien”— es lo que vale; todo aquello que implique constancia, trabajo y virtud ha quedado atrás. Tener plata, dinero y poder son las metas a las que apunta la vida de hoy.
Siendo el hombre el único animal capaz de conciencia refleja, puede pervertir al extremo sus capacidades naturales y las instituciones que lo auxilian en la búsqueda de su fin último.
En un mundo así, lejos ha quedado la educación que se dictaba en tal o cual colegio. Los mandamos a nuestros hijos ahí para que “se junten con gente como ellos” sin saber que eso no implica lo mismo que hace treinta años atrás; en muchos casos, es la elección depende de una comodidad, de un acostumbramiento y no de una verdadera decisión libre e informada. Hoy existe toda una sarta de estupidez humana de la cual sería mejor prescindir: a Punta del Este se va la primera quincena de enero y al campo en febrero; los jeans tienen que ser de la marca de turno; se vive en un número reducido de barrios de la capital porteña; los colegios y los clubs aceptables conforman una lista cerrada; la música, los boliches, y la gente “como uno” ya están determinados.
¿Cuántos serán los que ven sólo lo in de jugar al polo o al rugby? ¿Cuántos eligen la facultad por miedo a salir de la burbuja? ¿Cuántos incluso se casan sólo por qué no se animaron a conocer gente distinta?
Claro está que nuestro lenguaje también está definido. Hay palabras y deformaciones de voces comme-il-faut; hasta como se pronuncian los vocablos está determinado. Ni se te ocurra decir “sho” en vez “yo”.
Y no se nos ocurra olvidarnos de ir al ritual de los domingos en Las Esclavas o Santa Rita. Somos católicos light: cumplimos con nuestra obligación dominical; desfilamos al bajar por el pasillo al ir a comulgar y después somos libres para quedarnos charlando afuera de todos los programas frívolos que hicimos el fin de semana.
De no cumplir con lo anteriormente dicho, nos sometemos al fuego de la crítica más intensa de todas: aquella que proviene de nuestros pares. Inmediatamente quedamos tildados de caches, grasas, o cualquier otro sinónimo que esté de moda.
Bien dice Mamerto Menapace que “la sangre que da nobleza no es la que se hereda sino la que se derrama por los demás”. Y también se ha dicho que “cuando termina el juego, tanto el rey como el peón vuelven a la caja de madera”. En el fondo, no interesa se somos bien[2], de mal gusto, nuevo rico, o lo que fuere. Lo que importa es quién somos, qué hicimos y si fuimos felices …o no. Es evidente que alguien que sólo se quedó en la apariencia no lo fue: quien quiera encontrar oro, que empiece a cavar y ahí lo encontrará.
[1] Este artículo de ninguna manera pretende ser un estudio científico y sistemático; podría decirse que se trata de cierta percepción y experiencia sociológica que tiene la autora.
[2]No puedo sino preguntarme qué se opone a la persona “bien”: ¿una persona “mal”?
Genoveva Dupont (23)
Estudiante de Derecho