Veneno bohemio

Por Santiago Legarre.

El arte es un elemento indispensable en nuestra vida, tan indispensable como ausente en la vida cotidiana, tan indispensable como peligroso pues, en esta tierra mortal, incluso la abundancia de lo bueno nos mata, como el agua, que no aniquila solo con su seca ausencia: ahoga también cuando es demasiada.

Unas gotas diarias de arte pueden salvarnos del tedio y de la superficialidad, mientras que una indigestión artística puede transformarse en un elíxir mortal. El caso de Valentina de Villefort, en la extraordinaria novela de Alejandro Dumas, el Conde de Monte-Cristo, me servirá para ilustrar esta verdad, esperanzadora y temible a la vez.

Por envidia, la madrastra de Valentina planea envenenarla. Pero su amado abuelo parapléjico se percata a tiempo e idea un plan para salvarla: dispone que le suministren a diario una dosis mínima de veneno que, a la postre, funciona como antídoto. Cuando la madrastra efectivamente le da en sueños un vaso entero de la poción letal, Valentina se encuentra ya inmunizada por las pequeñas tomas diarias.

Así, el arte en la vida. Quien todos los días disfruta de una canción o dedica tiempo a una lectura aparentemente inútil (lo que Jane Austen llamaría “leer por curiosidad”, para distinguirlo de “leer para informarse”); quien privilegia en sus decisiones el criterio estético (“es lindo; me gusta”) sobre la consideración económica (“es útil; me sirve”); quien se toma un rato para ver una película italiana (en lugar de “vivir corriendo”, al ritmo de Hollywood): esa persona está inmunizada.

Cuando vengan los embates, que necesariamente vendrán; sobre todo, cuando venga el tedio, compañero inexorable de toda navegación sostenida (la navegación matrimonial, la navegación laboral, la navegación cualquiera sea), entonces el arte será una especie de tabla de salvación, una inyección de alegría y juventud que alentará a continuar en el camino, a perseverar y llegar algún día a la meta siempre lejana.

La otra cara de la moneda: demasiado arte, o arte a destiempo, matan. Como el veneno en cantidad. Somos vasijas de barro y, al menos en esta existencia, nuestra capacidad de acumular felicidad es limitada. Es misterioso, pero no menos cierto. Por eso la aspiración a una Arcadia permanente, una vida bohemia sin fin, es una ilusión falsa y destructiva. El espíritu humano no puede estar en elación constante. Se rompe, por decirlo así, como un recipiente que explota porque se ha excedido su contenido máximo. Será por eso que el cielo puede esperar…

El adagio medieval quidquid recipitur ad modum recipientem recipitur —lo que es recibido es recibido según el modo de ser del recipiente— va en la misma línea: el problema no está en la naturaleza del contenido (el arte, que en sí mismo nada tiene de malo: al contrario, es un bien básico) sino en la limitación del continente (el hijo de Adán, hecho de un puñado de tierra, igual que su ancestro).

La vida del artista profesional confirma la teoría del veneno bohemio. El verdadero artista profesional es consciente de que una buena parte de su acontecer es rutinaria (tiene horarios); la dimensión pragmática está presente en su vida como en la de todas las personas (tiene que llenar la panera); él también hace algunas cosas que querría no hacer (tiene obligaciones) y sufre de a ratos, y a veces ratos largos, el aburrimiento (“Oh, Musa, ¿adónde te has fugado?”).

En mayor o menor medida, en suma, todos estamos parados igual frente a la belleza: la necesitamos, en su justa medida. La realidad de la mayoría de nosotros es que solemos errar de menos y no de más en esta encrucijada. Navegamos demasiado en el tedio o salimos de él merced a una actividad incesante, tan banal como estéril. Saber que demasiado arte puede envenenarnos, o acaso resultar una delusión, tal vez nos anime a darle un lugar realista en nuestras vidas, que nos vacune contra la medianía prevaleciente.

Santiago Legarre (41)
Profesor
salegarre@yahoo.com