Los fijos

Por Ignacio Ibarzábal.

Hace un tiempo, no demasiado, que se ha instalado entre nosotros –al menos los porteños- el concepto de los “fijos o fijas” para designar una nueva forma de trato entre varón y mujer. Consiste sin más en una tranza periódica. En el 2007 cuando estábamos analizando con un profesor universitario posibles temas de interés  para discutir con jóvenes surgió la dificultad de explicarle qué eran los fijos. Resultó graciosa la forma en la que lo conceptualizó desde su aproximación académica: una relación con periodicidad pero sin exclusividad.

En esta línea es interesante trazar un paralelismo con el noviazgo clásico. Mientras que éste se caracterizó siempre por su continuidad y exclusividad los “fijos” destacan por la flexibilización de ese vínculo. En este nuevo encuentro, la continuidad, que vendría a significar a nuestros fines “no interrupción”; viene a ser sustituida por una periodicidad marcada por la repetición con solución de continuidad de un mismo evento (la tranza) La relación que se presenta interrumpidamente, está entonces marcada primordialmente por la repetición de un acto cada tanto, y no por un estado.

Por otra parte, la exclusividad, en la gran mayoría de los casos no es un derecho ganado por el “fijo” o “fija”. Podríamos resumir en una frase este espíritu: “aunque no lo digamos expresamente, cuento con encontrarme con vos periódicamente –en alguna fiesta o boliche- para tener un encuentro sexual desligado, en la mayor medida posible, de toda afectividad”.

En este punto quisiera compartir la siguiente reflexión, tomada del comienzo del libro “Noviazgo y Felicidad” de Paul. E. Charbonneau,

“No hay ningún joven ni ninguna muchacha que no haya soñado con el día en que iba a prometerse. Cuando a los veinte años se abre esta puerta que da sobre el amor, se complace el joven en contemplar los horizontes maravillosos que se le ofrecen. Al hacerlo, se deja embelesar por las promesas de una vida que se halla todavía intacta, y sonríe ampliamente ante las esperanzas innumerables que en ella se descubren. En la existencia de los jóvenes, el amor surge como el sol de la mañana que ilumina todas las cosas sin dejar sitio a las sombras; irradia la alegría de vivir, la alegría de ser dos, la alegría de haberse conocido. Descubre poco a poco una felicidad que parece llamada a crecer día tras día.
Pero, pasa el tiempo. Las sombras se deslizan entonces y se esparcen por todo el universo del amor. Unos pocos años bastan para que las tinieblas sucedan a la luz y surjan los sinsabores, las desilusiones, los desabrimientos de una vida que se muestra siempre dura, y a veces abrumadora.
Para evitar semejante proceso han sido escritas estas páginas; quisiera ayudar a todos los jóvenes que buscan el amor a hacerlo bien, sin entregarse a excesos de optimismo ciego. El noviazgo no es un sueño.”

Al leer este texto, me impactó la brutal diferencia o distancia entre su tiempo y el nuestro. Charbonneau ha escrito lo anterior hace casi cincuenta años; hoy es inconcebible que alguien escriba un libro para evitar que los jóvenes caigan en las garras del idealismo. Aún más, sería en vano que lo hiciera puesto que los jóvenes no tenemos ideales (aunque sí ilusiones) en torno a las relaciones sexuadas. Hoy, parecería que caemos en el defecto contrario: vivimos desencantados frente a la posibilidad de amar más allá del instante mágico, pero fugaz.
Creo que debemos salvarnos de ambos extremos. Ni vivir en el idealismo, ni vivir desencantados. Ambas aproximaciones, por ilusorias, nos alejan de la realidad. Y en lo que hace a nuestra cuestión, nos apartan de la posibilidad de generar encuentros fecundos afectiva y personalmente hablando.

 Parecería que en el proceso de reconocer que el camino a la cima de la montaña es escarpado, hemos olvidado que la cumbre sigue existiendo. Los ideales no son toda la realidad, pero indudablemente forman parte de ella. Esta comparación puede servirnos para entender la visión que subyace en la relación de los “fijos”. Creo que prima un gran desencantamiento.

Podemos hallar otra  clave para entender este fenómeno en los dinamismos del enamoramiento. Sabemos que naturalmente tendemos a estar los varones con las mujeres y viceversa. Lo que muchas veces perdemos de vista es con qué matices se da esta dinámica.
Para verlos claramente, podemos distinguir en tres niveles: el físico-corpóreo, el psíquico-sensible y el espiritual -inteligencia y voluntad-.

No es este el lugar para ahondar en esta distinción, sin embargo ella nos ayuda a ver cómo se presenta la dinámica de los fijos. Vemos que el elemento físico se presenta de manera preponderante pero –a diferencia de en la “tranza” o el “chape”- la afectividad acompaña con bastante fuerza, e incluso la inteligencia y la voluntad aparecen –aunque con levísima densidad- para que periódicamente se elija el encuentro sexual con esa misma persona.

De aquí surge la conclusión –ya adelantada en nuestros corazones por el sentido común- de que la relación de “fijos” no sacia nuestro ser personal.

Cuando desechamos la dimensión espiritual, la que nos especifica y distingue respecto de los animales, y no resguardamos nuestro espacio afectivo por ceder a la tiranía de lo físico, acabamos irremediablemente en la vivencia de amores reducidos. Nuestra dignidad humana exige, desde dentro, que nos encontremos con los demás en el nivel personal.

Conocida es la postura de Von Hildebrand en cuanto a que el amor es preeminentemente la respuesta al valor de otra persona. Es aquí donde debemos hacer foco: el valor de otra persona jamás se reduce a lo físico, ni siquiera a lo emocional; su dignidad espiritual incluye un profundo llamado a la felicidad como exigencia inviolable. Es por eso que en este tipo de relaciones reducidas tienden a presentarse dos peligros igualmente indeseables. Ambos tienen su origen en la disociación entre sexo y amor. Debido a ella puede que acabemos por perder la capacidad de amar (acostumbrados a ver en el otro un instrumento de placer y nada más) o de canalizar el amor en la sexualidad, esto es,  de poder vivir el acto sexual como expresión de amor.

Una tercera llave de la que podemos valernos para entender estas relaciones de “fijos” propias de nuestro tiempo es la que presenta el antagonismo entre la guerra, el miedo y la división por un lado; y la paz, el amor y la unidad por el otro. O con más simpleza, entre el egoísmo y la generosidad. Parecería que cuando nos tratamos como “fijos”, aunque con distinta gradualidad, jamás salimos del egoísmo. Del querer al otro sólo en tanto me satisface periódicamente en vez de quererlo por sí mismo. Nos vemos incapacitados así para entrar en la dinámica de la generosidad, de la plenitud que importa –para el otro y para mí- una entrega desinteresada.
Y los síntomas se hacen notar. Advirtamos que dentro de la esfera del egoísmo, en vez de ver al otro como alguien con quien nos subordinamos a un bien común, tendemos a verlo como un enemigo, una amenaza para mi personalidad. Así, el egoísmo es el terreno de la guerra, el enfrentamiento. Y en el amor, la guerra es el “histeriqueo”. Es pintoresco comprobar en esta relación de “fijos” un tire y afloje, una puja constante para ver quién vence en el dominio de la situación. Y naturalmente esto produce sinsabores: principalmente una tenue sensación de miedo que recubre toda la relación –a partir de su anticipada fragilidad- y una división tensionante –interna y externa-. Indudablemente no es una relación ideal.
En cambio, cuando nos abrimos a la generosidad –que parte de reconocer en el otro su valor de persona- cultivamos la paz en nuestros encuentros, generando un ámbito de amor y unidad ciertamente deseable.

A partir de estas tres claves o llaves para entender la cuestión podemos concluir que la de “fijos” no es un tipo de relación deseable para el varón y la mujer. Sin embargo, no debemos pasar por alto algunos aspectos positivos que presenta este nuevo tipo de sociabilidad. Porque esencialmente los “fijos” surgen –siempre- como efecto indeseable de una relación llamada –por los implicados- a permanecer en la mera “tranza”, o de otro modo, en la sola intención de satisfacer el impulso físico-sexual.

Si bien es verdad que en algunos casos los “fijos” son tales porque saben que en el otro tienen asegurada semana a semana una prestación sexual; en la mayoría de los casos esa periodicidad se genera más por una personalización de la relación que por otra cosa. Ya no se ve en esa persona un mero contenedor de desechos fisiológicos sino, al menos en algún sentido, un alguien con individualidad propia. En ese “no es lo mismo María que Belén o Juan que Pablo” se expresa la concreción de que ha sido imposible mantener el encuentro en la reducción a lo físico. Y es quizá esta la nota más relevante de la cuestión: aún cuando queremos, contra el sentido común, reducir la sexualidad a lo físico, la naturaleza nos lleva como de la mano hacia encuentros más humanos. En la práctica se hace innegable lo que podemos ignorar en el ámbito de las ideas, es decir, que como personas somos llamados al amor.

Para concluir, y aventurando un diagnóstico, podemos decir que estas relaciones despersonalizadas surgen como consecuencia de la crisis subjetivista que aqueja a nuestra época. Cegados por la fascinación ante una libertad desbordante, acabamos por ignorar la virtud del esfuerzo (o ascesis) como actitud adecuada para encauzar esa libertad y llevarla a buen puerto.

Es por eso que coincido con Charbonneau en que debemos aceptar la apremiante invitación que el poeta Kalil Gibran nos hace en Le Prophetè a todos a los que el amor solicita:

 Cuando os llama, debéis seguirle,

aunque sus sendas sean muy duras y escarpadas.

Y cuando sus alas os envuelvan, ceded a él,

aunque la espada oculta en su plumaje os hiera.

Y cuando os hable, creed todos en él,

aunque se voz pueda destruir vuestros sueños,

como el viento del norte devasta los jardines.

Pues, de igual modo que el amor os corona,

debe crucificaros. Y así como os acrece

siempre a un tiempo os decrece.

E igual que a vuestra altura asciende,

y acaricia vuestras más leves ramas

que tiemblan bajo el sol,

así penetrará hasta vuestras raíces,

y las sacudirá en su apego a la tierra

Ignacio Ibarzábal (23)
Abogado