Por Eugenio Sulpizio.
I
Analizar la problemática israelí-palestina no es una labor sencilla, pues así como muchas veces las matrices de interpretación se presentan parciales, superficiales, muchas otras la información disponible a la hora de efectuar un análisis componedor, ajeno a meras proposiciones incendiarias, solo permite un tibio comentario moral o político sobre determinados hechos acaecidos en medio del conflicto. Así, un conocimiento profundo sobre el tema se ve, para modestos conocedores, notablemente obstaculizado.
En principio esta problemática es, sin más, un conflicto armado de antigua data que ha desestabilizado la región y puesto en alerta a las potencias políticas en pleno; conflicto, por cierto, que ha sido causa de guerras formalmente declaradas —por ejemplo, la Guerra de los Seis Días—y que ha propiciado sectarismos a lo largo y ancho del mundo. Su origen se remonta al año 1948, en que la ONU ordena la creación de un Estado judío y otro palestino en el territorio de Palestina. A la sazón, más de 900.000 palestinos fueron forzosamente desplazados de sus hogares y tierras por el novel Estado de Israel, al efecto de que éste pudiera organizarse efectivamente. Esta migración forzada se la ha llamado, desde entonces, nakba, cuyatraducción del árabe al castellano no es otra que catástrofe. Ello lo explica todo.
Los israelís desde siempre han legitimado este conflicto. Forzando el instituto de la legítima defensa que el derecho internacional público reconoce y convalida bajo estrictas condiciones, argumentan que el Estado de Israel, flanqueado como lo está por naciones árabes que le son hostiles, debe llevar a cabo una guerra preventiva en contra de éstas, máxime con aquella que se erige en su propio seno: Palestina. Así justifican su política exterior, a saber: la ocupación preventiva de territorios palestinos y un sideral presupuesto de defensa.
Más allá de todo, la dificultad aquí radica en determinar, objetivamente, a quién le asiste la razón; qué actor de este conflicto se pliega mejor a los principios y normas que establece el derecho internacional público y, dentro de éste, el ius in bello consagrado por las Convenciones de Ginebra sobre derecho humanitario. No obstante la frondosa jurisprudencia de la Asamblea General de las Naciones Unidas y la Corte de Justicia Internacional a favor de Palestina y de las cruentas y alarmantes cifras que este conflicto arroja, las cuales dan cuenta de una total desproporcionalidad, la cuestión continúa siendo dudosa, principalmente, como dijera al principio, por la precariedad informativa de las fuentes que nos permiten entrar en conocimiento del conflicto y asimismo debido a la ausencia de matrices de interpretación que lleven a buen puerto.
Por tanto, más allá de lo que cueste, he decidido expresarme sobre el tema desde otra postura, desde otro punto de vista: desde mis emociones. Me alejaré de las cuestiones jurídicas o valorativas y me quedaré tan solo con mis sentimientos, con las impresiones que mi estadía de diez días en Palestina e Israel han dejado en mi memoria. Pero soy ambicioso y tampoco me quedaré en el plano de la subjetividad, por lo que también intentaré congeniar todo ello con la comunión que nos enseñara Cristo, acaso lo único que pueda hermanar nuevamente a estos pueblos ensangrentados.
II
Seré sincero: la generalidad de los israelíes que conocí no desea la paz con los palestinos. Lo mismo corre para los palestinos musulmanes, quienes con sobrados motivos han de mostrase aún más intransigentes que aquéllos. Ahora bien, paradójicamente, la intransigencia, junto a un fanatismo de corte metafísico o bien, con menor intensidad, a un racionalismo duro y ortodoxo, han de ser las notas comunes en la idiosincrasia colectiva de ambos pueblos, lo cual incide con creces en el conflicto y su continuidad.
Los israelíes, es sabido, no se olvidan de la diáspora milenaria que hubieron de padecer. Tampoco olvidan el shoah, el holocausto, esa criatura bestial que parió el pueblo más culto y desarrollado de su tiempo. De allí que ellos hablen de la misión “sagrada” y “divina” del Estado de Israel en la historia judaica. De allí también que se ordenen, en forma continua y obsesiva, a la defensa de su Estado y su tradición. No sorprende, entonces, que Israel sea la sexta potencia nuclear del mundo ni que su servicio secreto sea el más efectivo y temido del mismo. Tampoco, que sea hoy día una potencia cultural y científica.
Por su parte, los palestinos viven en otra sintonía. Pueblo religioso y orgulloso de su resistencia, discurre sus días entre la oración, el cultivo del olivo y las férreas costumbres sociales. Se oponen con vehemencia a toda injerencia israelí en sus vidas, así como a la ocupación de territorios en Cisjordania y la Franja de Gaza. Temen a la justicia de su Dios tanto como a Israel, esa tierra infiel que los diezma a diario. No quieren paz, al igual que los israelíes: quieren todo el territorio de la Palestina histórica, Jordania inclusive.
Así las cosas, en este contexto, un hecho aislado como ser el rapto de un soldado o la fijación de un impuesto puede desembocar en una intifada o bien en una masacre a gran escala. El horno no está para bollos, como reza el refrán rioplatense, y toda acción conciliadora pronto se ahoga en un mar de rencores recíprocos.
Acaso la excepción a esta constante sea la comunidad palestina cristiana, que lleva piedras en los bolsillos, como es corriente en esos lares, pero a Cristo en el corazón y a su enseñanza como bandera. Amén de fraternizar con Israel y esmerarse en la creación de una paz duradera basada en la complementariedad, hacen denodados esfuerzos por interrumpir el curso del conflicto, como por ejemplo la “Jornada por la Paz” organizada en forma conjunta con israelíes comprometidos en tal proceso, en la que tuve el placer de participar en el mes de julio de 2009.
III
Ahora bien, uno no es una tabula rasa: por el contrario, uno es una tabula plena, un sujeto cuya subjetividad se halla determinada por factores ajenos a la misma, como ser el hábitat donde desarrollamos nuestras vidas y las valoraciones que imperan en nuestra sociedad.
Yo no soy israelí ni palestino. Soy un joven argentino, ajeno en más al conflicto, que anhela paz y comunión para la región.
En mi estadía de diez días en Palestina e Israel tomé conocimiento in situ del conflicto, dialogando al efecto con islamistas y sionistas, con belicistas y pacifistas, con ateos y racionalistas. Llevé mi mensaje conciliador, por más baladí que fuere. Llevé también mis valores, mis creencias, mis escuetos conocimientos de Derecho y la riqueza de mi fe.
Ya en Jerusalén me había formado una opinión. Luego, recorriendo la Palestina “profunda”, terminé de darle fundamentos. Me bastó cruzar un par de checkpoints para inclinarla, acaso en forma definitiva, para uno de los lados.
Pero antes aclaro lo siguiente: el Estado de Israel no es una realidad que agote el fenómeno del judaísmo ni mucho menos ha de ser su expresión unificada. Ergo, quien critica a aquél no perpetra una ofensa a la comunidad judía. Incluso uno puede pararse en la antípoda del sionismo sin ser necesariamente antisemita. No olvidemos que Israel es un Estado, por tanto un fenómeno de naturaleza político-territorial. Ni es la carnadura misma de la etnia hebrea, ni el leviatán hobbiano en su máxima expresión. Hay vida más allá del Estado de Israel, y eso lo demuestra la estadística: de un total aproximado de 13 millones de judíos, tan sólo 5 millones vive allí.
En resumen, mi opinión es la siguiente: el pueblo palestino, más allá de ciertos desatinos en su resistencia, es quien tiene la razón en este asunto. Es decir, a quien debiéramos de tenderle una mano. Es quien, desde el silencio, nos reclama que caigamos en la cuenta de su catástrofe, su nakba. Es quien necesita que escuchemos sus denuncias. Es quien sangra más en esta guerra. Palestina llora y sangra. Le fue dado en la historia cargar con culpas ajenas.
IV
¿Cuál es el telos, el fin de esta contienda bélica y belicista? ¿Qué opera como fundamento de la sangre derramada? ¿Porqué la perdurabilidad en el tiempo, el tracto sucesivo de esta conflagración tantas veces solapada o exaltada? ¿Porqué ambos sujetos niegan su cuota de responsabilidad en el asunto?
Si fuera israelí, lucharía por mi Estado: Israel habría puesto fin a la diáspora milenaria de mi gente; estaría protegiéndome de la impiedad de los otros, de esos árabes testarudos y ociosos que reclaman lo que fue suyo hace demasiado tiempo. Israel sería la consumación del anhelo más existencial de mi pueblo: un lugar donde la estrella de David pueda ser vista de sol a sol. Israel sería el lugar perfecto para comulgar y rezar sin temor a represalias o cámaras de gas. Nunca más Austwich. Nunca más la diáspora.
En cambio, si fuera palestino lucharía por recuperar aquello que me habrían quitado a los golpes, aunque de modo “legítimo”. Lucharía por esa tierra castigada por el sol y la impiedad de los hombres, allí donde la prosperidad israelí tiene hoy su asiento. Sería la tierra de mis abuelos, aquella en donde se erguían millares de olivares con anterioridad al nakba. Sería también la cúpula dorada del Domo de la Roca, el Corán en manos de mis padres y el oprobio del muro que nos dividiría.
Pero, como ya he dicho, no soy ni israelí ni palestino. ¿Por qué he de interesarme en este conflicto, entonces? ¿Por qué decidí viajar solo a tan remota región del mundo, sorteando toda clase de problemas y exponiéndome a un auténtico riesgo?
La respuesta es simple. El conflicto no me es ajeno en absoluto, pues Palestina fue la tierra donde nació Jesús, ese pastor judío y palestino que vino a este mundo a unir y redimir a los hombres, aliándolos de nuevo con Dios. Es curioso, ya que durante añares los judíos allí asentados se denominaron palestinos. Musulmanes, cristianos y judíos coexistieron, alguna vez, en paz unidos en comunión, como Él querría.
¿Hay hombre que no se sienta llamado a construir paz y justicia? ¿Hay hombre que no sienta la objeción de su conciencia ante el espectáculo de la muerte y la miseria? ¿Hay hombre que escape a su vocación de construir el reino de Dios en esta tierra, cualquiera que éste sea?
Habrá paz en Medio Oriente. Habrá comunión entre estos pueblos. Así el olivo, símbolo de paz y esperanza para ambos, habrá silenciado, de una vez y para siempre, el reclamo de las armas.
Eugenio Sulpizio (22)
Estudiante de Abogacía
eugenio.sulpizio@gmail.com