Colorín colorado, un final inesperado

Por Lucas Abal.

Miau, de Benito Pérez Galdós, cuenta la historia de una familia convencional de las décadas de 1870 y 1880, situada en la ciudad de Madrid, España. La novela relata las vicisitudes propias de una familia de aquella época. A través de esta descripción, el autor busca ilustrar la sociedad española que le es contemporánea.

Para serle sincero al lector, la lectura de este libro me resultó excesivamente fatigosa; pero los distintos piquetes que soporté sentado en  diversos colectivos, me dieron el suficiente tiempo para leer la novela en menos de cinco días [1]. Llegando al capítulo 43, y cuando mi único consuelo, transitando la página 480, era que restaban menos de 20 páginas para terminar su lectura, la obra a propósito de la cual escribo este ensayo dio un giro copernicano, un vuelco excepcional. Todo lo aburrida y fatigosa que había resultado hasta el momento no solo dejó de serlo, sino que repentinamente se volvió entretenida y apasionante. Por lo expuesto, el presente trabajo no es una crítica negativa de la novela que encabeza este ensayo, sino una exhortación categórica e imperativa al lector para que en breve lea Miau.

Para comentar el enaltecido final, es necesario hacer unas breves consideraciones sobre un personaje en particular, quien, no casualmente, es nuestro único interlocutor en los capítulos 43 y 44. La persona en cuestión es Ramón Villamil, el verdadero protagonista de la novela, quien atraviesa difíciles momentos derivados de la pérdida de su trabajo. Empleado desde siempre del Ministerio de Hacienda, donde comenzó su carrera funcional a los 24 años, ha ido sorteando los cambios de Gobierno hasta llegar al cese con que se inicia el relato. Desesperado por su situación, don Ramón se lamenta, lee La Correspondencia—periódico local— en busca de nuevos nombramientos en la Administración, solicita recomendaciones y pide ayuda económica a sus amigos. La actitud frívola de las mujeres de su casa —en particular de su esposa—, la arrogancia y  los éxitos de su yerno, las continuas desilusiones que sufre, las burlas a que lo someten sus antiguos compañeros: todo se conjuga para hacer de su vida un verdadero infierno. La frustración y humillación constantes lo llevan a la locura.

La triste historia de Villamil causa, desde las primeras páginas, un profundo pesar, ya que uno no logra dejar de compadecerse ante la desesperación que don Ramón experimenta al no ser colocado en un puesto de la Administraciónnecesario para vestir y alimentar a su familia; aunque en el final llega el consuelo y él se libera de ser el sostén de la casa. Las circunstancias particulares por las cuales se libra de esta carga no resultan pertinentes para el desarrollo de este ensayo, pero sí es preciso decir que, de un momento a otro, Villamil ya no es responsable de la manutención de su familia. Este suceso causa una explosión tan grande en el sosegado personaje, que pasa de un extremo a otro, expresando —para sí mismo en un monólogo— un desprecio colosal hacia toda su familia. Este pensamiento, salvo puntuales excepciones, no se revela en toda la novela. Y es en este momento donde Pérez Galdós resuelve el suicido de Ramón Villamil. Doy paso a Pérez Galdós para que sea él quien relate este momento:

 “¿Apostamos a que falla el tiro? ¡Ay! Antipáticas Miaus, ¡cómo os vais a reír de mí!… Ahora, ahora… ¿A qué no sale?” Retumbó el disparo en la soledad de aquel abandonado y tenebroso lugar; Villamil, dando terrible salto, hincó la cabeza en la movediza tierra y rodó seco hacia el abismo, sin que el conocimiento le durase más que el tiempo necesario para poder decir: “Pues… sí…” [2].

De este modo, el canariense finaliza su obra magna dejando en mi interior un grato sentimiento de alivio: convencido de que don Ramón Villamil ya no sufriría más por su ingrata familia y por la injusta sociedad en la que le toca vivir. Pero el consuelo me duró muy poco tiempo. Un día después de terminar la novela me encontré en el colectivo con una amiga que estudia psicología, y como teníamos tiempo, pero carecíamos de temas para conversar, le conté el final del libro. Ella, nada sorprendida de mi relato, me explicó —citando a Freud— que el Yo solo puede destruirse a sí mismo cuando no puede expresar su hostilidad hacia otras personas. Es decir, don Villamil se suicida no por estar cansado de la inmoralidad del mundo, sino porque le era imposible expresar el odio que sentía hacia su familia. En el momento no entré en razón, y le discutí fervorosamente que don Ramón realizó esa acción como consecuencia de la injusticia de la vida terrena; pero ella, sin inmutarse ante mis gritos, insistía con su teoría sobre el final de la historia. Ofuscado, bajé del colectivo dos paradas antes de mi destino para no tener que continuar escuchando la horrible verdad que me había sido revelada. Reflexionando, descubrí que a mi amiga la asistía la razón, pero no del todo confiado en la autoridad que citó para sostener su posición, acudí a un pensador algo más afín a mis posturas: el doctor angélico fue el elegido para despejar mis dudas. En el libro III de la Suma Teológicaleí una crítica feroz contra el suicido, junto con las distintas razones por las cuales nunca es legítimo:

“… porque  la  vida  es  un  don  divino  dado  al  hombre  y  sujeto  a  su  divina  potestad,  que  da  la  muerte  y  la  vida. Y,  por  tanto,  el  que  se  priva  a  sí  mismo de  la  vida  peca  contra  Dios,  como  el  que mata a un  siervo ajeno  peca  contra el  señor  de  quien  es  siervo;  o  como  peca  el que  se  arroga  la  facultad  de  juzgar  una cosa  que  no  le  está  encomendada,  pues sólo   a   Dios   pertenece   el   juicio   de   la muerte  y  de  la  vida,  según  el  texto  de    Dt  32,39:  Yo  quitaré la vida y yo haré vivir” [3].

Estas palabras desplazaron las de la pasajera mencionada y dieron una inusitada claridad a mis reflexiones sobre Miau… Mi personaje preferido y quien creí era el más noble de la novela resultó ser el más nefasto de todos: una persona que odiaba a su familia, depreciaba la vida y despreciaba a Dios.

[1] Aprovecho el espacio para agradecer a las organizaciones sociales, centros de estudiantes, movimientos revolucionarios, sindicatos, fans de Luciano Pereyra y agrupaciones afines, por fomentar la lectura.

[2] PÉREZ GALDÓS, BENITO, Miau, 1º edición, Madrid, EDAF, 2003, pág. 500.

[3] AQUINO, TOMÁS, Suma Teológica, 1º edición, Buenos Aires, Club de Lectores, 1944, Vol. III, pág. 533.

Lucas Abal (21)
Estudiante de abogacía
lucasabal@gmail.com