El 2011 en viajes. Febrero: Perú (Arequipa y Cusco)

Por Santiago Legarre.

Hoy sábado 19 de febrero de 2011 me ocurrieron cosas inverosímiles. Paseaba con el Padre Rafael Pastor (madrileño, se vino a Perú en el 81, y fue uno de mis dos grandes anfitriones en esta ciudad de Cusco) y, al salir de San Francisco, en la plaza de San Francisco (muy cerca del arco de Santa Clara), comenzaba, bajo una tenue llovizna, un espectáculo popular montado por la municipalidad. Sobre el escenario, el grupo local Inkamérica hacía de anfitrión de distintas cantantes femeninas. Debajo, la gente (unos 200; llovía más fuerte), mayormente pobre (no había turistas), comía en largas mesas en las que se ofrecían los más ricos platos regionales, subsidiados, a siete soles (dos dólares). Todo en plato de loza (algo que también observé en el mercado de San Pedro; todo un espectáculo este mercado, dicho sea de paso: imperdible). Platos como cuil al horno (lo probé en Arequipa, y al principio lo confundí con nuestro cuis, pues se parece, y no solo en el nombre), Adobo (y otros preparados de chancho), cebiche (o ceviche), sopa de quinua (la tomé ayer; y al día siguiente, en Aguas Calientes). En el escenario, mientras se chupaba las medias al alcalde toda vez posible, se anunció que desfilarían, entre las cantantes, varias damas 90-60-90. Y en eso subió la primera, Jhade. Tendría unos ocho años. La siguiente, diez años. Al lado de ellas bailaba una chiquita de cuatro años, disfrazada. Cantaban más o menos bien, pero con gran dominio de la escena. Todas vestidas de colores y con su nombre estampado en la pollera, en dorado. Jhade entabló un diálogo con Amilcar, el líder de Inkamérica, que le ganaba en edad por 20 años. Ella entonaba una canción (luego supe por un taxista que es una muy popular) cuyo coro es «Se fue en el coche de su madre». Todas las canciones eran sobre novios o maridos infieles o cornudos y mujeres sufrientes o traidoras borrachas. También las canciones de las niñas. Cuando Amílcar, en el coro, le insistía a Jhade: «Y ¿adónde se fue él?». La nena contestaba algo que sonaba como «En el coche de su madre». Sonrisas en el público. Luego, el mismo taxista me confirmó el doble sentido deliberado (aunque no deliberado ni entendido por las nenas, seguramente). Luego vino Soraida, una cantante más grande (tendría unos 20) y mucho mejor. Luego otras, pero ya me había ido. En general, el conductor (que era lamentable y, además, era empleado municipal y chupamedias) abundaba en alusiones verdes. Era el toque triste de un conjunto interesante y muy distinto.

Luego de comer ahí, me fui a buscar el paradero del colectivo que lleva al Cristo Blanco, donde están las ruinas de Saqsahuaman, cerca de la ciudad, al lado de un Cristo… blanco. «Paradero» y «colectivo» son dos palabras importantes. No encontraba mi paradero (parada) y pregunté a un comerciante. (Cusco los sábados es puro comercio para locales.) Me dijo cualquier cosa y una local, de unos 55 años (yo la describí como «chola» en una tertulia, pero luego me explicaron que acá no se dice así y que hasta puede ser ofensivo), me dijo que me mostraba el paradero del paradero. Fuimos y le agradecí, pero no se quiso ir hasta que yo estuviera arriba. Le ofrecí chocolate de la Ibérica (el mejor chocolate de Arequipa), mientras ella comía un durazno. Aceptó contenta. Los minutos pasaban, los colectivos (combis rayanas en la locura) también pero no el que decía “Cristo Blanco”. Seguíamos hablando: “¿De qué trabaja?”; “Soy ama de casa”, respondió con precisión. Tiene seis hijos, el menor en el colegio secundario. Llega el colectivo y nos despedimos cuando se abre la puerta y una mujer de unos 25 años, colgada de algún lado, grita con alaridos: «Cristo Blanco, Cristo Blanco, Cristo Blanco», todo con un cantito muy profesional. Subo a esta nueva aventura. (Podría haber ido en taxi, pero se me ocurrió probar el sabor local; en otro orden, son cinco soles contra 60 centavos, pero esto era lo de menos.) Subo y veo, con pánico, que no hay lugar. No pago. No se paga al subir, veo. Voy parado con la cabeza contra el techo bajo, agarrado de algún lado. “Pisa, pisa, pisa” (el pedal). Otro cantito y la combi va a mil. Parada siguiente y se quieren subir siete personas más. Imagino que no les abrirá. Error. Deja entrar a todos. “Baja, baja, baja”, grita antes de que suban los siete. Y ligo un lugar. Cuando sube la multitud estoy sentado, así que es más fácil. Alguna gente charla. “Sube, sube, sube”, le grita a otros, y se suben. “Marcha, marcha, marcha”, le grita al piloto esta mujer, que es la verdadera dueña del móvil. Así funcionan todos estos colectivos. Acá en Cusco, en Arequipa, en Lima; y supongo que en todo el Perú. No hay líneas de bus, con alguna excepción.

Esto me trae otro recuerdo. “Bus” se llama acá a las líneas de larga distancia, que son de nivel parecido al argentino, y tienen grandes pretensiones. Típico de nuestros países más pobres, donde volar es caro. Así, hay un «terrapuerto», sala de embarque y, en mi “vuelo terrestre” Arequipa-Cusco, me cobraron… exceso de equipaje…

Otra anécdota de no creer. En Cusco ves los originales de todos los cuadros cusqueños que viste en tu vida. Sobre todo, en mi caso, los que vi en centros del Opus Dei. Eran las cinco de la tarde del sábado y me tiré un rato en la Plaza de Armas. Ya oscurecía. Y de pronto me vino la idea de ir a la Catedral a ver si un determinado cuadro, que ya había visto, estaba ahí; para comprar, eventualmente, una postal. Claro que, para entrar a la Catedral, hay que pagar, y no poco. Yo ya había estado el día antes con el Padre Rafael y con él no pagué, porque trabaja allí con el Arzobispo. Ese viernes yo había sacado el audio tour. Es excelente. Pues bien, el cusqueño de la entrada me reconoció del día antes y me dejó pasar. También me indicó que lo que yo buscaba debía estar en el altar de la Linda (una imagen «linda» de la Virgen). Por cierto, ese día había ido 6.30 am a Misa en la Catedral, a la Misa con cantos en quechua (la única). ¡Lindo! La gente se paraba cuando yo me paraba. Una cuestión de piel. Un horror, supongo. Sería un Pizarro oscurito. Volviendo, no encontraba el altar de la Linda y le pregunté a otro guardia, también cusqueño (rasgos indígenas; hay mucho cura así, también). Me dijo: “¿Usted no estuvo ayer acá? ¿Ud. no es don Santiago?»” Cuac. “Es que ayer, al retirar el audiotour, Ud. dejó su documento y luego no lo retiró. Lo tenemos nosotros”. Así que por un tris no pierdo mi cédula (para lo que sirve…); y, además, me llamaron por el nombre en la Catedral de Cusco, adonde había llegado el día antes. A ver si me creo el Inca.

El domingo fui a Machu Picchu. Es la primera maravilla de mi mundo. Había leído por ahí (y también me lo había dicho David Baumann, el director de Pukara, el centro de la Obra en Cusco; mi otro anfitrión) que había un cupo de 400 personas para subir a Guayna Picchu, la montaña que está enfrente y que sale en todas las fotos. Pero David creía que había que anotarse antes, y que había dos ingresos de 200, uno a las ocho y uno a las diez. Así me lo ratificaron en Machu Picchu pueblo (como también se conoce a Aguas Calientes). Pero bueno, desde que entré a este gran monumento Inca, empecé a buscar la montaña, aunque más no fuera para verla. Sucede que no se veía nada: nube, llovizna, etc. Cada tanto se divisaba algo que podía ser Guayna Picchu, así que empecé a caminar en esa dirección, mientras miraba los “andenes” del Imperio Teocrático de Regadío, como llamaba mi profesor de Sociedad y Estado en el CBC al imperio Inka. En eso, se abre todo, y veo la montaña, cerca de mí. Sin duda, es la de las fotos. Me acerco más, y veo una entrada y gente saliendo. Me acerco, y el empleado me pregunta si quiero subir. Sin preguntar nada, y en un claro acto de locura, asiento. Me hace firmar la hora (12.25) y me asigna el numero 374. Luego, al salir, supe que después mío solo subieron tres más, uno de ellos, J, de Rosario (asentado en Salta), de quien me hice amigote. Ya adentro de este sub-parque, le pregunté a un parquero cuánto se tardaba hasta arriba. “Depende del paso, media hora”, dijo. Yo soy de paso muy lento, y no me quería perder Machu Picchu por culpa de Guayna Picchu, así que empecé a meterle todo lo que podía. Me cruzaba todo el tiempo con bajadores. “¿Cuánto se tarda?”, le pregunto a una. “Una hora y media” me dice. Mi confusión, total. Acelero. Ya en el tercio final, estaba tan agitado que todas las personas con las que me cruzaba me decían algo: “Ánimo que falta poco”; “Faltan 15” (mentira; me engañaron varios para animarme, supongo) y, ya casi al llegar, “Señor, ¿está Ud. bien? ¿Necesita ayuda?”. Es que yo respiraba muy fuerte para darme ánimo. Y, además, la cuesta es empinadísima, con unos escalones incas peligrosos, encima mojados y resbaladizos, y un precipicio a mi izquierda que me hizo ratificar que tengo bastante vértigo. En fin, ya estaba arrepentido de esta locura y, aunque no miraba el reloj, pensaba que habría pasado una hora y media. Por fin llegué. Habían pasado solo 40 minutos. Es que de miedo subí muy rápido. Me senté sobre una piedra cuadrada que está literalmente en el pico del monte. Nunca había estado sentado sobre un monte. La cima es muy chica. Lo mejor desde ahí es la vista. De pronto se destapó el cielo y se vio Machu Picchu como no se ve desde Machu Picchu mismo. Me arrepentí de haberme arrepentido. Así las cosas, se escuchan unos gritos argentinos (rosarinos) y aparece J. Dice que no da más, que va a caer muerto. Todo exageración, bien argentina. Escuchábamos sus quejas dos peruanas y yo. Yo ya bajaba, y le digo: “Si querés bajamos juntos” (todavía sin presentarnos). “No, no, andá, yo no doy más. Gritame si la caverna que hay que pasar es complicada, porque en las cavernas de Cartagena descubrí que soy claustrofóbico”. Estas fueron las palabras de presentación J, que era muy argentino. Bajé por la grieta (porque no me animé a bajar por donde había subido: muy peligroso; no entiendo cómo no cae gente todo el tiempo acá; los incas, unos genios, pero sus escaleras, muy verticales; y debían tener los pies muy chiquitos, o se habrán gastado los escalones en 500 años). Al salir, paré, porque estaba estresado, aunque con esa adrenalina de la aventura y del “deber cumplido”. Al salir de la grieta, les saco una foto a un peruano y a su novia y me recomiendan acercarme a un cierto punto que tiene una vista increíble. Yo venía escuchando “There, there”, una canción fascinante de Radiohead (del disco Hail to the Thief). El peruano me pregunta qué escucho (bendita la música, benditos los códigos culturales). Le gusta R. Le cuento que el viernes siguiente una banda tributo tocara Radiohead en Cusco (yo había visto los carteles) y se copa. Entonces, aparece J, despotricando contra las grietas y repite lo de Cartagena. Yo le pregunto si Cartagena queda en Colombia o en España. (Nótese el contraste.) Entonces nos presentamos y desde ahí seguimos juntos el resto del día. Tiene un año más que yo (¡aunque él creía que yo era mas grande! Son las canas. Y él es rubio). J se acaba de separar. En noviembre la mujer le dijo que se volvía a Rosario con sus dos hijos (de ellos), porque a J no lo veía nunca, porque trabajaba demasiado; y encima Salta le resulta insoportable. Cuestión que hace dos semanas firmaron todo y ella se fue. Entonces, J se subió a su camioneta y se fue… a Cusco. Como para matar las penas. No tiene idea de que va a ser de su vida. Me pareció muy buen tipo. Es católico pero no practica desde la primera comunión. Aceptó entrar conmigo a la Iglesia de Machu Picchu pueblo y le propuse rezar un Padre Nuestro juntos por él y por mí. Me dijo que sí, pero que no se lo acordaba. My God. Lo recé yo, y fue lindo. Mientras tomábamos sopa de quinua y cerveza Pilsen, para secarnos, le dije que me imaginaba que si yo estuviera en su situación, mi intuición sería volcarme a Dios, tal vez por desesperación. Él, sin pestañear, y sin contradecirme, me dijo que él en su situación, por intuición, lo que haría es dejar todo, subirse a un barco e irse a dar la vuelta al mundo, y no volver más. (De chico navegaba y competía en botes a vela a nivel sudamericano incluso.) Me dejó helado. “Y ¿por qué no lo haces?”, pregunté por curiosidad. “Tengo que mantener a mis hijos”. Cada vez que salía el tema de los hijos, se le ponían llorosos los ojos. Me dijo que lo que hacía era pensar que no los iba a ver nunca más (Salta-Rosario, etc). Era la forma en que lograba anestesiar el tema. Yo no podía creer.

En un momento previo, mientras caminábamos por las ruinas de Machu Picchu (estas sí que son ruinas que valen la pena; todo lo demás son piedras) me preguntó si yo era soltero o casado; como yo no le contestaba rápido (lo dejaba hablar; habla mucho) agregó: “¿O estás en mi situación?”. Le expliqué mi vocación. Y entonces me dijo: “Decime, ¿cuál es la diferencia entre la masonería y el Opus Dei?”. Cuando le dije que la Obra era de 1928 (ante su pregunta), no lo podía creer. “Pero la masonería es mucho más antigua, así que es obvio que no pueden ser lo mismo. Soy tan ignorante. Y además tengo Alzheimer, pasa que lo que sé, me lo olvido”. Su frase favorita es: “Otra vez el Alzheimer”, cada vez que no se acuerda de algo. También le costaba entender que se hacía con “toda la plata que tiene el Opus Dei en Salta”. Muy gracioso. Al final entendió bastante bien todo, creo.

Agrego, en orden inverso, que en el tren de ida a MP (fui en el VistaDome y volví en el Expedition) me senté enfrente de un chico de unos 30 años que, a pesar de su cara de latino (madre cubana), es de Albany y no sabe castellano. Vive en San Francisco hace tiempo e hizo una carrera muy interesante (tipo Great Books) en NYU (con lo cual debe ser un genio, y así me pareció). No lo vi nunca más ni sé como se llama, en parte porque salí desaforado cuando arribó el tren y en parte porque me aburría. Mejor, porque así lo conocí a J, que es divertido.

Otra cosa de este día domingo. Cuando llegamos a Aguas Calientes llovía tanto que, a pesar de mi ansiedad por llegar, decidí demorar la subida a MP (media hora más, en bus). Entonces me quedé en la Iglesia y recé un rato y después me metí en el mercado. Solo entonces subí, bajo una llovizna. Cuando llegué arriba había parado del todo. Solo volvió a llover fuerte a las 3.30 de la tarde, cuando con J decidimos partir (nos quedaba media hora, y yo me hubiera quedado; pero fue una buena decisión, propuesta por él, porque ya estábamos hechos sopa).

Otra: en la primera parada, de Oyaytantambo (45 minutos), tomé el desayuno en la calle, en un puesto manejado por una «chola», con la ayuda de María, una chica de unos nueve años que obedece a sus diversos pedidos de ayuda. (Tomó la primera comunión en noviembre.) Fui al puesto de esta chola por tres razones. Porque en los bares te mataban con el precio; porque vi que ahí desayunaban los guardias del tren, y porque había unos sándwiches de huevo frito. El huevo te lo freía adelante tuyo. Yo también le pedí unos pedazos de queso de vaca y los comí con unos muffins que había agarrado en el centro de la Obra (del cual salí a las 5.15 am; ahora eran las 7.30am). Todo eso me lo cobró cuatro soles, un poco más de un dólar. Le regalé un sol a María. “Déselo Ud. en la mano”, me dijo. Todo, riquísimo. Tanto que no almorcé. A eso de las tres, J, que estaba súper equipado, me dijo: “¿Vos almorzaste?”, y entonces empezó a darme cosas, tipo barritas de cereal. También me ofreció hojas de coca y me enseñó a coquear. Yo ya tenía coca en mi bolsillo y venía coqueando desde hacia unos días antes. Pero no se lo dije, y le acepté. Entre los varios comentarios graciosos del rosarino, cuando estábamos arriba del Guayna Picchu y alguien dijo que cómo habrían hecho los Incas para subir todas las piedras, fue este: “Má qué, los Incas tenían mucha merca y le daban con todo. Así, ¿quién no?”.

Santiago Legarre (43)
Lector
salegarre@yahoo.com