“Esta maldita… rutina”

Por Daniela Mazza.

Nos tratamos a diario con gente que no conocemos. Hablamos, sonreímos, peleamos, discutimos…llevamos una vida. Entablamos vínculos, creamos amistades.
Día a día sucede lo mismo: la rutina nos controla… “ring”, suena el despertador. Con los ojos cerrados caminamos tambaleándonos por los pasillos, llegamos al baño, salimos, unos mates… “chau amor, nos vemos al rato”… ¿Qué rato? Si el día transcurre entre la oficina, los clientes, las reuniones, proveedores, el estudio, la facultad… Y el sol cae, sale corriendo, y se hizo tarde de nuevo, pero ni siquiera es hora de volver a casa, el día sigue…sigue con esa gente extraña.
Hicimos una oferta, resolvimos un conflicto… ¡No señora no llore! ¿Qué le pasa?… nos convertimos en confidentes, consejeros, instructores, maestros, acompañantes… de esa gente extraña.
Y pasó el tiempo; ya no nos resultan tan ajenas como antes, pero en definitiva… ¿No siguen siéndolo?
Cómo es posible que pase más tiempo de mi vida junto a esta gente que no conozco, que no sé de dónde viene, hacia dónde va, cuáles son sus principios; que con la gente que amo, que extraño, que me conoce, que estaría bien dispuesta a ocupar su lugar.
La rutina nos controla. Somos presos del tiempo, de nosotros mismos. ¡Cuántas ambiciones que tenemos! De qué me sirve el dinero si no tengo el suficiente tiempo para disfrutarlo; de qué me sirve esa casa que decoré con tanto entusiasmo, que soñé noches enteras en tener; si en verdad, paso más tiempo fuera que dentro de ella.
Tengo una mascota que reconoce más el sonido del ascensor, que mi propia voz. Tengo una guitarra que compré para poder, en mis ratos libres, tocarla y sentirme vivo. ¿Para qué?
El mundo nos exige estar siempre alerta, instruirnos, no perder el tiempo. El mundo nos quiere despiertos las 24 hs, disponibles en todo momento.  Ya no hay silencio, ya no hay lugar remoto en donde podernos esconder; siempre es posible encontrarnos.
¡Qué linda aquella sensación que sentía cuando era chico y salía a pasear con amigos! Obviamente, no había celulares. El tiempo no estaba contado, nadie podía ubicarte; estábamos en la plaza, en la esquina, en el bar…o quizás no lo estábamos. ¿Quién podía saberlo?
Para encontrar a alguien, había que salir a buscarlo. No existía el GPS, no había cámaras en las calles. Como mucho, alguna vecina curiosa, que andaba mirando todo el día por la ventana, era la que creía haberte visto salir para tal o cual lugar.
¿Cómo nos dejamos arrebatar esa libertad?. Qué precio tan alto estamos pagando…
Ya no quiero este celular que me recuerda eficientemente lo que debo hacer a diario; ya no quiero vestir a la moda, quiero el chaleco de color extraño que me tejía mi abuela cada invierno; ya no quiero jugar con las reglas de este mundo egoísta, impaciente, absurdo.
Quiero volver a recordar los nombres de mis vecinos, quiero aprenderme el nombre del señor del almacén de la esquina, quiero poder dejar a mis hijos correr en la vereda, jugar al “ring raje” o saltar a la soga.
Quiero que el mundo se acuerde de lo que era; quiero que todos volvamos a disfrutar la caída del sol sentados en la vereda; quiero que todos recordemos qué tan felices éramos sin todo esto que hemos  conseguido, que nos atrapa, nos hipnotiza.

Daniela Mazza (22)
Estudiante de Abogacía