Por Gisela A. Ferrari.
a. Introducción
Había finalizado mi lectura de Jane Eyre hacía unas pocas semanas. Estaba en una clase en la universidad y mi profesor, Santiago Legarre, que había leído recientemente Los Miserables, nos contaba un poco sobre la novela francesa y habló de Marius, un personaje tan ensimismado en su amor por una mujer que olvidaba todo lo demás —incluso el deber y la gratitud—. Y yo, que tenía a flor de piel el recuerdo de Jane abandonando a su amor, con vastísimo pesar, solo porque el deber lo mandaba, creí haber encontrado un paralelo, un contraste, entre ambas obras.
Me pregunté, entonces, si el que verdaderamente ama olvida el deber. Aunque quizás amar es también atender el deber cuando corresponde. Quedó planteado, entonces, mi interrogante: ¿el amor debe ser solo pasión, solo racionalidad o un poco de ambos?
En una primera aproximación, noté que en el mundo del arte y la literatura suele preferirse el amor en que los personajes todo lo olvidan: ese es, al parecer, el amor en su estado más puro, el amor más perfecto. La pasión domina todo ámbito, arrasa con todo lo demás: los personajes llegan a dar la vida por amor, a escapar, a hacer la guerra, a matar por celos —incluso al ser amado, como en la aciaga tragedia de Otelo—. Pareciera que la razón y el deber —y con “deber” me refiero a atender a principios éticos fundamentales: el bien o el mal de decisiones y acciones propias— no se llevan muy bien con la pasión.
Debo reconocer que decidí intentar darle solución a una cuestión un tanto compleja. Liosa y confusa, porque en todos los actos humanos en general, pero sobre todo en los relativos al amor, el hombre es por momentos tan inefable y por otros tan diáfano que arrebata la calma a quienquiera intente explicar el porqué de su accionar. Entendiendo, entonces, mi limitación, es decir, que en este campo las respuestas son parciales y en muchos casos subjetivas, busqué mi propia respuesta al dilema.
En primer lugar, haré un análisis de las dos obras en cuestión: un examen vehemente y profundizado de la actitud de los personajes ayudará a esbozar algunas respuestas, al menos fragmentarias, sobre el tema que nos ocupa (se trata, además, de obras de genios como Hugo o Brontë: si ellos no saben del amor, ¿qué nos queda a los demás?). Con esos primeros bosquejos, intentaré brindar una conclusión personal.
De esta larga introducción, tanto usted como yo hemos tenido suficiente: usted (espero), está impaciente por saber lo que pensé; y yo, por echar manos en el asunto. Por lo que no esperemos más, y comencemos con Jane Eyre.
b. Jane Eyre
La novela de Charlotte Brontë está signada por su personaje principal y homónimo: Jane, una niña huérfana odiada por su tía y enviada a una escuela que podría ser la pesadilla de cualquiera. No obstante, Jane se aferra a la vida y vive en Lowood durante años, hasta que un anuncio y una carta la llevan lejos de esa escuela y a Thornfield Hall, a una mansión cuyo dueño es, precisamente, quien será el amor de su vida: Edward Rochester.
La infancia de Jane marca extraordinariamente su carácter; ya adulta, es una mujer plenamente independiente, bondadosa, y recta en sus principios.
Edward, por su parte, es acosado por un error que ha cometido en tiempos pretéritos, error que ha transformado al joven honrado y virtuoso que era en un hombre despótico, dominante, irónico y mordaz. Es consentido en cada deseo; está acostumbrado a que le obedezcan sin objeción. No tiene buenos modales, y (quizás) no los necesita demasiado, ya que (como aprendemos después) está resignado a una vida solo. Se advierte, sin embargo, en su figura, una creciente docilidad a lo largo de la novela; cada encuentro con Jane lo vuelve un tanto más asequible.
De la historia de Jane, dos cosas llaman poderosamente la atención: una, es su actitud totalmente pasiva en lo que se refiere a su amor hacia Edward (hasta que decide partir de Thornfield); la otra, es el extraordinario temple y la firmeza de su carácter, que le permiten siempre, antes de actuar, analizar si lo que hará está bien o mal, más allá de sus pretensiones.
Jane, por su personalidad y su posición, se encuentra en un lugar en el que no puede hacer más que esperar que Edward se decida a declararle su amor. Su pasividad puede apreciarse a lo largo de diferentes situaciones penosas que debe tolerar durante su estancia en Thornfield. La principal es la visita de los huéspedes de Edward, personas distinguidas (pero no ilustres), entre las que se encuentra Blanca Ingram, una mujer opulenta y frívola que tiene claras pretensiones sobre Edward. Él, por su parte, parecería corresponderla.
Jane, testigo del cortejo, sufre en silencio; mas sabe que Edward no está enamorado de Blanca; señala (con tino) que si se casan será por razones de conveniencia. La desazón para Jane es, así, doble: no solo Edward no sentía amor por Blanca, sino que iba a casarse igualmente con ella (por dinero, o lo que sea), perdiéndolo Jane definitivamente. No obstante, es tan notable su rectitud que admite que si Ingram fuese buena y noble, ella habría luchado contra el amor que siente por Edward:
“(…) aun dolorida, la habría admitido, reconociendo su excelencia y resignándome a vivir sola durante el resto de mis días. Cuanto más absoluta hubiese sido su superioridad, más profunda hubiera llegado a ser mi admiración y mayor también mi resignación” (1).
El deber aparece tan claro en sus palabras, como contrapuesto a sus deseos y a su pasión, que duele leerlas. Esto es lo más poderoso y admirable de su carácter: el hecho de que una persona como ella, que nunca fue objeto del amor de nadie —ni de un padre, ni de un amigo, ni de un amante—, y que amor es lo único que anhela y desea, sea capaz de resignarlo y llevar en secreto su pena, porque desea el bien de otro (el de Edward, si su matrimonio con Blanca fuera verdaderamente lo que él quiere).
Pero así como Jane presencia el cortejo, también es testigo de su fracaso. A pesar del afán de Blanca en conquistar a Edward, las flechas no dan en el blanco; mientras, Jane confiesa saber cómo dirigirlas allí si fuera ella. Por ello, la situación no le genera celos sino desesperación: un matrimonio pueril, vacío, arrebataría de sus brazos a su amor; ¿y ella?, pues ella nada puede hacer, solo esperar a ver qué sucede; su destino, pareciera, está fuera de sus manos…
La incertidumbre de Jane aumenta en intensidad, de a poco, hasta volverse insoportable: Edward llega incluso a preguntarle qué le parece Blanca como futura esposa, y a decirle que al casarse le conseguirá un empleo en Irlanda. La angustia que provoca a Jane la inminente separación de Edward se vuelve más y más fuerte y desesperante, al punto de ser ella quien —ya sin esperanza alguna y pensando que Edward la alejaría de él para siempre— le confiesa su amor de la manera más desgarradora:
“¿Se figura que puedo (…) no ser nada para usted? ¿Cree, acaso, que soy un autómata o una máquina sin sentimientos? ¿Se imagina que porque soy pobre e insignificante carezco de alma y corazón? Pues se equivoca. Y si Dios me hubiese hecho hermosa y rica habría procurado que fuese tan duro para usted el dejarme como me lo es ahora a mí” (2).
Tras esta revelación, descubrimos que Edward también ama a Jane, pero ha actuado todo para lograr que ella lo ame.
A esta altura, haré dos digresiones.
En primer lugar, es interesante la forma en que Edward hace confesar a Jane. Tan artificiosa y cruel, podría parecer innecesaria: ¿qué tipo de persona infundiría tanta pena en una joven solo para lograr una confesión? No obstante, el modo en que lo hace demuestra que Edward conoce a Jane como nadie: sabe muy bien que sin semejante engaño y sin empujar a Jane a la extrema desesperanza, no habría podido penetrar sus defensas (las que le dictaba el deber) y llegar a sus verdaderos sentimientos.
Por otra parte, hay en la escena de la confesión un indicio que Brontë proporciona al lector sobre lo que vendrá. La tormenta que se desata inmediatamente luego de haberse declarado los enamorados su pasión y de haber aceptado Jane la propuesta de matrimonio de Edward significa claramente que ese matrimonio —como veremos más adelante— no podía ser, que iba en contra de la naturaleza; que sería, si se concretara, nulo. Los planes de los hombres no escapan a los ojos de Dios, o a los designios de la naturaleza. Edward creyó poder vencer esas reglas, pero no lo logró: la tempestad es señal de ese fracaso y de la imposibilidad de ocultar las propias intenciones a lo divino.
Así, llega el día del casamiento y Jane se entera, en la mismísima iglesia y a instantes de contraer matrimonio, que Edward ya tenía una esposa. Se suceden una serie de episodios en que Edward justifica —como puede— su accionar. Con mucha elocuencia, apela a la comprensión de los demás: fue engañado y terminó cometiendo el error que marcó su vida: se casó, sin saberlo, con una demente. Condenado a años de infelicidad, buscó una mujer que, comprendiendo su situación, lo aceptara. Muchas pasan por su vida, una tras otra, sin hallar aquello que buscaba… hasta que encuentra a Jane.
¿Y cómo reaccionó ella? Jane, que lo único que buscó en su vida fue amor, que lo buscó con paciencia, esperando años, y de repente, cuando allí estaba, tan resplandeciente y precioso como lo había imaginado, a punto de alcanzarlo, le es arrebatado de pronto. Usted y yo nos lo imaginamos, pero mal, pues Jane no solo no se enoja, sino que no le reprocha nada. Se mantiene tan ecuánime como siempre; sangrando por dentro, como una piedra por fuera. Apenas llora, y toma la decisión que mejor revela su personalidad: decide alejarse lo más posible de Thornfield.
“Bastaba con que entrase diciendo: ‘Señor Rochester, le amaré y viviré a su lado hasta la muerte’, y en el acto mis labios se humedecerían en la fuente de la dicha. Pensé en eso y al decirme que mi amado esperaba el día con impaciencia para verme de nuevo; al pensar en que me iría a llamar y no me encontraría, mi mano se acercó involuntariamente al pomo de la puerta, pero conseguí dominarme (…). Sentí el deseo de volver a su lado, pues aún era tiempo, pero de pronto me aborrecí a mí misma por estos propósitos y me dije que el deber me mandaba no ser débil y continuar mi camino” (3).
Jane indudablemente antepone el deber sobre la pasión al decidir partir. Aunque “le amaba más de lo que puede decirse” (4), abandona Thornfield porque no correspondía llevar una vida con un hombre casado, porque Edward se había unido a otra mujer y ella no podía destruir o alterar esa unión. Y si bien pocos pueden vencer la debilidad y la terrible inclinación que tenemos los seres humanos a alcanzar la felicidad a cualquier costa, pocos priorizan el bien de los demás, pocos prefieren lo correcto y lo justo en situaciones como estas, Jane parte de Thornfield sola, pobre y con el alma en pedazos. Pero como los mayores sacrificios muchas veces vienen acompañados de las mayores recompensas, años más tarde Jane logra reunirse con Edward y casarse con él, cuando, ya difunta su esposa, el matrimonio era legal y posible.
Me reservo la conclusión extraída de Jane Eyre para el acápite final: pasemos primero a la obra de Hugo.
c. Los Miserables
El amor de Marius y Cosette en Los Miserables es mucho más idílico que el de Edward y Jane, lo cual puede ayudarnos a considerar el objeto de este ensayo desde una perspectiva diferente; se trata de un enamoramiento apasionado e incontenible, que se desarrolla de una manera totalmente distinta al de Jane Eyre: es tal el amor que se profesan los personajes, que no pueden evitar confesárselo apenas tienen oportunidad.
Marius, que ve a Cosette pasear con su padrastro Jean Valjean periódicamente, se enamora perdidamente de ella. Cosette también nota a Marius y comienza a sentir amor por él. Un día, Marius decide seguirla a su casa y preguntar por ella. Cuando Valjean toma noticia de ello, decide mudarse inmediatamente.
Pasan meses antes de que los enamorados puedan reencontrarse.
Marius, habiendo por fin obtenido las señas de la nueva residencia de Cosette, deja en su jardín un cuaderno con notas que había escrito sobre el amor. Allí hallamos trazos claves de su carácter: es un joven que actúa apasionadamente, que está dispuesto a luchar por su amor y morir por él si es necesario, y que toma partido por sus ideas (al punto de tener participación activa en la vida política del París de principios de siglo xix). Leemos, por ejemplo, lo siguiente:
“El día en que una mujer que pasa delante de ti desprende luz al andar, estás perdido: amas. Ya no tienes que hacer más que una cosa: pensar en ella tan fijamente como ella tenga que pensar en ti” (5).
La carta es anónima, pero Cosette descubre en sus líneas a Marius: piensa haber leído esa carta en sus ojos. Aquí se hace evidente la diferencia con Jane Eyre: Marius y Cosette son personas que apenas se han visto a los ojos, que jamás han cruzado palabra; sin embargo, están profundamente enamorados uno de otro, sumidos en un amor platónico y puro, un amor como solo puede crearlo una pluma y un papel, absolutamente irreal y perfecto.
Pronto se produce el encuentro de los enamorados en el jardín de Cosette; ella, al verlo, casi se desmaya; él alcanza a tomarla entre sus brazos y, dejándola caer sobre el mismo banco donde le había dejado su carta, la besa por primera vez.
Su noviazgo transcurre por las noches, en ese mismo jardín. Y los dos, como dos sonámbulos, andan a tientas por la vida sumidos en un sueño celestial, apolíneo, del que no quieren despertar. Suspendidos en el tiempo y en el espacio, a ella solo le importa él, y él solo piensa en ella. Sus encuentros están signados por este estado onírico: las conversaciones son superficiales, y hasta repetitivas; se confiesan una y otra vez su amor, se llenan de halagos y alabanzas, pero poco van más allá de sus nombres, poco conocen de sí mismos más que el amor que se profesan mutuamente.
Y en esa nube en que estaban sumergidos, nada podían ver de afuera, nada importaba que no fuera su amor. Es completa la falta de racionalidad: esta cedió ante el paso arrollador de la pasión. Victor Hugo lo describe así:
“El amor casi reemplaza al pensamiento: es un completo olvido de todo lo demás. No pidáis, pues, lógica a la pasión. No hay encadenamiento lógico absoluto en el corazón humano (…).
Para Cosette y Mario no existía nada más que Mario y Cosette. El universo en su derredor estaba como caído en un abismo” (6).
Se distingue esto, sobre todo, en la escena en que Marius se encuentra por la calle con Éponine, la joven que lo había ayudado a encontrar a Cosette. A ella debía su felicidad actual; a pesar de ello, no aprovecha la oportunidad para expresarle gratitud alguna por su ayuda; por el contrario, la ve pero se hace el distraído para no hablarle. Según expresa el autor en la novela, es erróneo pensar que el amor nos lleva a la perfección: nos conduce, por el contrario, al olvido. En este marco, “el hombre se olvida de ser malo, pero se olvida también de ser bueno. El agradecimiento, el deber, los recuerdos esenciales e importunos desaparecen” (7).
Pareciera, entonces, probado que en Los Miserables la pasión desplaza totalmente a la racionalidad, de manera que los personajes olvidan todo, incluso el deber.
Lo que sigue en la historia de Marius y Cosette sorprende: no es del todo así.
Una noche, Marius encuentra a Cosette llena de tristeza: Valjean le había comunicado que partirían a Inglaterra; inevitablemente, en pocos días se verían separados por una gran distancia. Marius se ve obligado a bajar de nuevo a la tierra y encontrar una solución: decide pedirle matrimonio, pero para ello debía pedir permiso a su abuelo, con quien no se encontraba en buenos términos. Las palabras que el señor Gillenormand pronuncia luego de escuchar la historia de su nieto, hieren a Marius como mil golpes; el corazón cae, como de plomo, a sus pies: “¡Tonto! ¡Tómala por querida!” (8). Luego de oírlas, tardó segundos en dejar esa casa sin mirar atrás; prefería perder a Cosette que injuriarla tomándola como amante.
La siguiente noche, Marius va en busca de Cosette y no la encuentra: ya había partido. Ahora sí, sin ella —y como le había prometido—, no le quedaba más que morir. En ese momento, una voz lo llama para ir a luchar a las barricadas, donde resulta gravemente herido, y sobrevive gracias a la ayuda de Jean Valjean, quien lo lleva a la casa de su abuelo. Luego de meses de fiebre, Marius se recupera y su abuelo le da el permiso que tanto deseaba, casándose finalmente con Cosette.
Estos sucesos son los que cambian radicalmente la conclusión parcial a la que había arribado antes: si Marius solo se hubiera guiado por la pasión, hubiera escapado con ella, tomándola como querida. Sin embargo, prefiere perderla y perderse, morir, con tal de no ultrajarla. El deber finalmente lo golpea, tarde pero seguro, y Marius opta por la racionalidad.
d. Conclusión: La pasión y la racionalidad en las relaciones amorosas
Veamos, entonces, qué hemos podido extraer del análisis efectuado.
En Jane Eyre, los personajes se encuentran en todo momento —especialmente Jane— con los pies sobre la tierra. En Jane, la pasión hace estragos, pero solo en su interior: nunca permite que se interponga con lo que debe o no debe hacer. Puede morir de amor por dentro, pero jamás dejaría que eso la conduzca, como ciega, a olvidar la rectitud de sus principios. Solo cuando llega el momento justo da rienda suelta a su pasión: siempre está gobernada por la racionalidad.
El amor de Los Miserables, en cambio, es más shakespeariano y utópico. Marius, mientras se ve inmerso en su amor hacia Cosette, lo olvida todo. La pasión lo domina; ignora toda razón. Con todo, cuando Marius debe atender verdaderamente el deber, despierta de su letargo y actúa con racionalidad.
Por otra parte, las conductas de los personajes pueden encuadrarse perfectamente en los contextos de las respectivas obras.
En el caso de Jane, influyen su difícil infancia y su estadía en Lowood: allí se le enseña a ser siempre recta, justa, íntegra y honesta. En este sentido, resulta ilustrador el pasaje en que, todavía una niña, como castigo, debe permanecer todo un día sola, sin comer, parada sobre un banco, con un cartel con la inscripción “liar” (mentiroso). Así, son años de extrema frugalidad y educación estricta y religiosa los que hacen de Jane una mujer que no se deja ganar por las pasiones, con una moral a prueba de balas.
También el amor fervoroso de los personajes en Los Miserables está dado por el marco en que se desarrolla: seráfico y juvenil, es una bocanada de aire entre tanta pobreza, orfandad y lucha; es un oasis en el desierto de la Revolución Francesa. De otra manera, no puede entenderse cómo una historia de amor de estas características se encuentra entretejida en una novela que el autor ha querido que esté tan imbuida de hechos históricos, de la cruda realidad francesa de los tiempos en que está situada. Digo esto porque el contexto podría llevar a pensar que los personajes actuarían más racional o fríamente, enseñados por las calles parisinas teñidas de hambre y guerra. Pero parece que Victor Hugo quiso, por el contrario, mostrar que las situaciones más penosas, si bien en algunos pueden apagar y marchitar sus almas, en otros pueden encender las pasiones. Por último, la resolución de Marius de desechar la propuesta de su abuelo no podría ser distinta en una obra en la que el autor razona tan extensamente sobre la naturaleza del bien y del mal, la ley, la ética, la justicia y la religión.
Jane y Marius, al fin y al cabo, no son tan diferentes. Ambos prefirieron abandonar lo que más deseaban antes de cometer grandes errores. Jane no podía vivir con Edward si tenía otra esposa; Marius no podía tomar a Cosette como querida. Cuanto más se ama, más se atiende el deber: el nexo entre la pasión y el deber, entre el arrebato y la racionalidad, está dado por el respeto. Por eso no puede interpretarse que Jane o Marius amaron menos y por eso actuaron como actuaron; por el contrario, amaron más y más respetaron. La prueba más grande al amor está dada por estas situaciones: elegir salvarse, buscar la propia felicidad; o por amor, por respeto, priorizar lo bueno y lo justo.
Difiero de Victor Hugo en que el amor anula la racionalidad. Al revés, el amor la comprende. Y si bien lo primero en que todos pensamos cuando hablamos del amor es en la pasión que este provoca, porque es lo más fuerte o lo más característico del enamoramiento, ello no implica que se atenúe la capacidad de razonamiento. No puede entenderse el amor como contrapuesto a la racionalidad. Cuando en ciertas situaciones la pasión manda una cosa y la racionalidad otra, ambas se nivelan —o deberían nivelarse— en el respeto. Sin embargo, es cierto que muchas veces en el amor actuamos más guiados por la pasión que por la racionalidad. Sobre todo en una época como la nuestra, en que la laxidad con que se toman las normas morales es alarmante: pocos harían hoy lo que hicieron Jane Eyre o Marius Pontmercy.
No hay una receta mágica para saber qué hacer ante diferentes situaciones. No se trata de qué debería vencer: pasión y racionalidad deben complementarse; no se trata de ser un arrebatado o, como diría Jane, “un autómata sin sentimientos”. De lo que sí estoy segura es de que en cuestiones éticas, como las que vimos en estas obras, siempre debe vencer, en su justa medida, la racionalidad. Más allá de los recursos en las poesías y novelas, en las que el amor apasionado claramente es el condimento más interesante, en la vida real, quien hace algo mal y se refugia en la pasión, solo está dando una excusa.
Como dije al principio, las respuestas en estos temas son parciales y, en muchos casos, subjetivas. Hay quienes han llegado a decir que “el amor es el único acto racional”. Yo no sé si es así o no, pero a fin de cuentas, ¿quién lo sabe?
Gisela A. Ferrari (22)
Estudiante de Abogacía
ferrarigisela@hotmail.com
(1) Brontë, Charlotte, Jane Eyre, Editorial Juventud, España, 2003, p. 120.
(2) Ibídem, p. 161.
(3) Ibídem, p. 187.
(4) Ibídem, p. 166.
(5) Hugo, Victor, Obras completas, Tomo I, Editorial Aguilar, España, 2004, p. 527.
(6) Ibídem, p. 568.
(7) Ibídem, p. 570.
(8) Ibídem, p. 583.