Por Eugenio Sulpizio.
A mis 19 años, tras seis años de estudio en una escuela técnica del barrio porteño de Flores, el azar cósmico, la providencia divina o bien el pulso de una vocación naciente torció, de una vez y para siempre, el curso de mi destino.
Yo —que, a la sazón, era un mozalbete ducho en las artes de la herrería, del dibujo artístico y de la retórica izquierdista— sentía de pronto el llamado de una comunión de realidades que se hallaba en las antípodas de mi realidad sociocultural y de mi educación: el estudio del Derecho en la Universidad Católica Argentina.
Ese mozalbete cuya templanza se había forjado al calor de los hierros y de cierta marginalidad, de pronto accedía al estudio de una carrera tradicional en una universidad católica signada por un conservadurismo confeso y coherente con su naturaleza.
Así que, de buenas a primeras, comencé a estudiar Derecho en la UCA. Mi familia, un tanto sorprendida, aprobó mi decisión y se aprestó, ajustándose duramente el cinturón, a pagarme el alto coste mensual de mis estudios.
A poco de comenzar a cursar las primeras materias de la currícula, la UCA me reveló un mundo de exotismos impensados para una persona de mi cepa. Así, mientras cursaba Introducción al Derecho y alguna otra, comencé a descubrir un mundo totalmente diferente del que yo conocía: el mundo de la alicaídas clases media y baja de la Argentina que, tras la crisis de 2001, no habían caído todavía en la desesperación.
Este mundo pintoresco se me iría revelando de a poco, con la lentitud de las cosas que no están sujetas al tiempo de los hombres, en un ambiente entre monacal y de farándula, con extremos impensados y aun sorprendentes.
Así, descubrí el rigor castrense que se manifiesta en un apretón de manos o en una mirada de soslayo. Descubrí las vacaciones en Europa o en Punta del Este; descubrí la mirada tan heladamente azul como indulgente del padre Ramírez; descubrí el prurito de vivir a la usanza inglesa o estadounidense; descubrí la teología que subyace en los matrimonios juveniles y prolíficos; descubrí que un excapitán del Ejército puede ser juez y también profesor de derecho administrativo; descubrí que hubo un gran escritor español que se llamó Benito Pérez Galdós; descubrí por qué se tildan las palabras; descubrí las cuestas soleadas de San Isidro; descubrí los silencios de un juez de la Corte Suprema; descubrí una pedagogía que no comparto; descubrí la efigie de un viejo general; descubrí los posgrados que se apresuran; descubrí que Europa nunca estuvo tan lejos.
También trabé amistad con personas entrañables, como mis compañeros Diego D’Odorico y Mauro Ferro. También conocí profesores ejemplares y extraordinarios que dejaron su huella en mí, como Santiago Legarre, Félix Adolfo Lamas (h) y Alejandro Domínguez Benavídez quienes, a más de formarme como abogado, me transmitieron un acervo cultural que ha hecho de mí algo más que un simple técnico del Derecho.
Pero también conocí personas, ideales y prejuicios que prefiero olvidar: la experiencia me ha enseñado la valía impar de la prudencia y que el silencio, con todo, no es tan reprochable.
Hoy en día, mi experiencia en la UCA es una etapa de mi vida totalmente concluida. Podría decir que es una instancia perimida, valiéndome de un lenguaje más representativo de mi calidad de abogado. Lentamente, mis pasos vuelven a enderezarse hacia mis raíces, hacia las vidalas de Atahualpa Yupanqui en el norte cordobés, hacia los barrios del sur, hacia la gente que ha nacido del otro lado de la frontera de la vieja Argentina europeísta, católica y conservadora.
Quién sabe qué designio del cosmos o de Dios me llevó de Flores a Puerto Madero, de la escuela obrera a la universidad de los afortunados.
Quién sabe por qué troqué el ardor de la forja de los metales al sutil arte de las palabras que procuran la justicia.
¿Me he equivocado? Lo dudo. Mi experiencia en la UCA ha sido muy positiva para mi vida.
Siempre conservaré un lindo y gratificante recuerdo de mis años de estudiante en la universidad en la que tantísimas veces me sentí, como el señor Meursault de Albert Camus, un étranger, un extranjero en una tierra que suponía mía.
A Dios gracias, hoy puedo afirmar que, a mi modo, la UCA me pertenece. Que es parte de uno de los capítulos más lindos de la historia de mi vida; que es mi alma máter.
Y que la quiero mucho, también a mi modo, aunque a la postre hayamos resultado tan pero tan distintos.
Eugenio Sulpizio (25)
Abogado
eugenio.sulpizio@gmail.com