Por Oligarquicus Maximus.
Punta del Este. “La perla del sur” la llaman. Sin duda alguna, uno de los centros balnearios más exclusivos de estas latitudes.
Ahora bien, “Punta” no fue siempre la meca del turismo concheto que es actualmente. Hubo una época en que era un páramo que constituía poco más que el punto de referencia para la demarcación del límite exterior del Río de la Plata.
Sin embargo, y con perdón de nuestros hermanos orientales, fueron los sucesos acaecidos en la Argentina los que iniciaron el boom del balneario. Poco más de 100 años después del “éxodo del pueblo oriental”, la Argentina devolvió el gesto a la hermana patria en lo que se conoció como el “éxodo marplatense”. Los grandes cambios que comenzó a experimentar “La Feliz” a fines de los ’40 generaron el inicio de la emigración oligárquica hacia la —entonces modesta— ciudad esteña; la cual, poco a poco, comenzó a asemejarse a ”Mardel” en sus “buenas épocas” —al decir de más de un genearca de apellido compuesto—.
El boom turístico generó su contraparte inmobiliaria: a lo largo y ancho de la costa se ven emblemáticas casas de estilo muy similar a las marplatenses tradicionales, donde destacan la piedra y los techos normandos. Sin duda alguna, merece mencionarse una verdadera obra de arte: “Grey Rock”. Esta casa, obra maestra diseñada por el célebre arquitecto —y corredor de TC— argentino Arturo J. Dubourg, es quizás el más perfecto exponente de aquella punta del este.
Luego vendría —producto de la masificación de Mar del Plata— la masiva emigración de la clase media acomodada argentina a las costas uruguayas y edificios célebres como el “Miguez” o el “Vanguardia” (una mole de balcones con ladrillo a la vista) se erguirían como algunos de los primeros edificios altos de la ciudad.
Grandes restaurantes del estilo de los hallados en “La Feliz” florecieron en el Este (no había mejor lugar donde comer pescados y mariscos). Especialmente emblemático fue “Marisconea”, un lugar donde se rendía un verdadero culto a la frescura en la ingesta de la fauna ictícola. En su parte exterior tenía varios piletones conectados al mar en los cuales nadaban felices y contentos cualquier cantidad de peces que —ignorándolo completamente— aguardaban su súbito final: bastaba que un hambriento comensal posara su dedo sobre la carta para firmar la sentencia de muerte de alguno de ellos.
El estilo sobrio y tradicional de aquellos veraneantes fue desapareciendo gradualmente en favor del creciente perfil jet set que comenzó a copar el balneario con el advenimiento de los happy nineties. Es así como los primeros emblemas de “Punta”, que no supieron adaptarse al cambio, comenzaron a caer. El primer gigante en hacerlo fue el hotel “San Rafael”, dando paso al nuevo y moderno “Conrad Hotel, Convention Center & Resort” (sí, ahora no son más hoteles sino “convention center & resort”). La sobriedad cedió ante el inflexible avance de la exuberancia y el show off. Uno de los primeros restaurants de la “vieja guardia” en desaparecer fue el comentado “Marisconea»; el cual, repentinamente, pasó a ser muy mersa para los nuevos estándares de los enriquecidos argentinos: el 1 a 1 se les había subido a la cabeza y el otrora exclusivo balneario se habría a las clases medias en busca de status.
Así es como también las ubicaciones tradicionales de la punta propiamente dicha empezaron a perder protagonismo y la ocupación de las distintas paradas de ambos lados de la costa se multiplicó a niveles inimaginados.
La punta ya no era lo que fue e inevitablemente sucedió lo impensado: la tragedia llegó mardelplatizando la tradicional avenida Gorlero. Era tiempo de cambios y de hacer lugar a lo nuevo. Así es como la simple calle 20 pasó a convertirse en la Fashion Road y las primeras marcas de todo el mundo se instalaron. “Parece Mónaco” afirmaba, un poco pretenciosamente, una pareja de asalariados —que por primera vez “cuerneaban” a Valeria del Mar— en medio de un éxtasis experiencial.
Los tradicionales restaurants donde “se come bien” dieron paso a la cocina molecular, la cual llevó al negocio gastronómico a los niveles que el actual consumidor requería: por lo que antes comía la familia, ahora se podía disfrutar de dos grandiosos canapés. “Ojo, valen eso porque los hizo Jean Jacques de la Pute Merde con antílope sudafricano” se justificaban al contar haciendo show off en un asado con sus vecinos (los paladares de los felices turistas no querían —o no podían— notar la diferencia, era todo una simple cuestión de status). Algunos tradicionales, como el “Bungalow Suizo” lograron adaptarse a los cambios subiendo su cachet (ni las acciones en plena burbuja antes del ’29 aumentaron tan exponencialmente su valor).
“¡Ahora hasta podés ver al presidente!” se decían, en un inusitado momento de gozo y sentimiento de pertenencia —a qué, no se sabe—, una pareja de matrimonios que había alquilado un departamento en frente a la fastuosa mansión de Carlos 1° de Anillaco.
Los Mini-Coopers blancos con “Marcha” al palo eran la regla y el turismo wannabe nació de la mano de su principal máxima: “Es mejor vivir a fideos en “Punta” que como un rey en Miramar”.
La masificación del este culminó súbitamente —como la convertibilidad y esta breve reflexión—: “Punta” dejó de ser de los argentinos para pasar a ser, como nunca desde la Guerra del Brasil, nuevamente invadida por la zunga, los garotos y las garotas.
Oligarquicus Maximus