Por Marcos Elía.
Adalberta se levantó esa mañana creyendo que sería otro día igual al anterior; no contaba ni conocía con las perversas intenciones de sus expropiadores.
Mientras terminaba de pasar el último sorbo de café, oyó un ruido que no olvidaría jamás: la puerta de su casa era despedazada de una patada doble. Dos militares entraron a su casa y le comunicaron que en diez minutos debía abandonarla. Ella estaba acostumbrada al maltrato, a ser abusada y a sentirse menos que una persona; no obstante, esta vez no solo le ordenaban que salga de su casa, sino que, además, aquellos veinteañeros disfrazados de soldados lo hacían con un dejo de satisfacción.
Tomó sus más preciadas pertenencias, salió y se subió al camión indicado, mirando, sin saberlo, por última vez la puerta de su casa marrón. Vestía un vestido azul con un sobretodo verde oscuro. Sobre la cabeza, lucía un sombrero que cruzaba en diagonal su rostro.
Luego de varias horas de viaje, escuchando los peores augurios del porvenir y diversas oraciones a Dios, llegaron a destino. Para su asombro, se encontró con un andén y un tren de cuarenta vagones, de los usualmente usados para transportar ganado. Ante semejante imagen surrealista, y absolutamente sobrepasada por la sorpresa, cumplió de forma automática con los gritos de otro soldado, niño para ella, que le ordenaba subir al tren.
La incertidumbre y el desconcierto duraron hasta que la puerta de madera del vagón se cerró violentamente. En ese momento, el pánico recorrió cada uno de sus nervios y se apropió de su voz; el estruendo de miles de almas desesperadas, fue rápidamente silenciado con la ráfaga de un arma.
El viaje en tren que en ese momento parecía la peor tortura posible, fue solo el preámbulo del terror.
Los que lograron sobrevivir al viaje bajaron velozmente al llegar a destino, creyendo que lo peor había pasado. Inmediatamente, las familias fueron separadas y los ancianos fueron puestos a realizar su marcha final.
Adalberta fue obligada a dejar sus cosas y su ropa mientras era golpeada. Era imprescindible que sintiera y supiera que nada volvería a ser como fue. Para colmo, esa tarde de junio llovía fuertemente; el agua parecía un castigo divino sumado a semejante condena.
Dejó de ser Adalberta Holan para ser el número 13479. El campo donde se encontró era un páramo de casas y galpones tétricos; había rejas eléctricas y torres de control por doquier. No pudo dejar de pensar: “¿qué hemos hecho para recibir tanta atención?”.
La primera noche no pudo dormir y no por la incomodidad y el frío del piso de concreto intercalado con paja, sino a causa de los sollozos que escuchó. Había demasiado dolor en ese lugar como para dormir en paz. El sueño de los justos no reinaba en esa noche de lamentos. Algo de esa experiencia la cambió para siempre; parte su alma murió o se escapó cuando su primer lágrima rodó por su mejilla.
Pasaron seis meses y Adalberta seguía en pie. Desgraciadamente, sus compañeras de vagón ya habían pasado al baño eterno. Curiosamente esa mañana, pese al gélido frío de diciembre, al barro en el suelo, al dolor en la espalda, al hambre y a la desolación generalizada, Adalberta se sintió especial. Dejando de lado que, por la falta de alimentación y excesiva labor, ya no podía mover sus piernas con independencia, ni bajar de su “cama” sin ayuda, había algo divino en su ser que la hacía parecer otra persona.
Al salir de la barricada, sintió el golpe del sol sobre su mejilla y, tras veinte segundos de placer, siguió camino con aire renovado y previniendo un cambio.
En el trabajo escuchó una discusión que por alguna razón la marcó; desde el fondo de su ser tuvo la necesidad de intervenir. Quienes discutían eran un padre y su hijo. El anciano le gritaba que estaba harto de escucharlo alentarlo, fuera de sí le dijo: —Basta de hablar de esperanza, basta de pedirme fuerza para aguantar y trabajar, basta de pedirme que no baje los brazos. En este lugar, donde nos han sacado todo, donde hemos sido reducidos, donde nuestras mujeres han sido violadas, donde nos han robado hasta el nombre y el sentido, el único que puede hablar de esperanza es un humorista negro o un cínico. El hijo tan joven como ingenuo, le contestó: —Pero papá, usted vio que en la entrada dice que el trabajo nos hará libres. —¡Imbécil! —gritó el padre— ¡¿cómo puedes creer eso después de ver todo esto?! Después de ver la satisfacción de sus ojos al desgarrar nuestras almas, después de ver como se regocijan de placer al ver a lo que nos han reducido y nuestra miseria, ¿¡cómo te atreves a decirme eso cuando es evidente que no podemos hacer nada!? —Nada no — interrumpió bruscamente Adalberta— siempre se puede hacer algo —agregó con suavidad— puede que no nos revelemos, puede que no nos liberemos, puede que suframos, pero siempre se puede hacer algo. Yo estoy cansada de estar reducida, estoy cansada de sentirme una rata, de tener miedo, de ver a la muerta en cada cama y haberme acostumbrado, estoy harta de ser predecible y me indigna lo duro que se me ha puesto el corazón frente al dolor ajeno. En fin, yo soy distinta y por eso les voy a dar a estos infelices algo que nunca van a olvidar—. La discusión continuó, pero los oídos de Adalberta estaban apagados; en su interior retumbaban de forma incesante sus últimas palabras: “yo soy distinta… algo que nunca van a olvidar”.
Nunca imaginó que ese algo sería esa misma tarde, ya que mientras trabajaban, llegó un tren con nuevos esclavos. Era necesario hacer lugar, con lo que se hizo un tanteo general para ver quiénes estaban aptos para seguir con el trabajo. Por su deplorable condición física, Adalberta no pasó la prueba.
Antes de bañarlos en veneno, les tomaron registro. Apuntaban sus datos y les sacaban una foto; Adalberta supo que esa era su oportunidad. Luego de darle su número y origen, pasó a sacarse la foto y, sin pensarlo dos veces, sonrió a la máquina. No fue una sonrisa fácil, era absolutamente misteriosa, guardiana de un secreto y digna de una reverencia ya que era la sonrisa de mujer que sonreía y retaba a la muerte.
El fotógrafo quedó atónito un segundo, pero no tuvo tiempo de repasar lo ocurrido porque el siguiente judío estaba en su sitio.
La mujer que caminaba delante de ella, le recriminaba con rabia su gesto frente al fotógrafo, le decía: —¿Acaso no sabes a donde nos llevan? ¿Acaso te crees que estás posando? ¿Eres lo suficientemente estúpida y frívola como para no saber que vamos a morir? Deberías encomendar tu alma a Dios y no posar para tu verdugo. Con calma Adalberta le contestó —Sé que vamos a morir, he encomendado mi alma a Dios apenas puse un pie en este infierno; Dios es bueno y no olvida. Si te preocupa mi sonrisa te comento que fue un regalo. Ellos me sacaron todo lo material, mi nombre y por mucho tiempo la esperanza; me hicieron vivir lo inimaginable y lograron endurecer mi corazón; mataron mis deseos y pasiones; lograron secarme de lágrimas y acostumbrarme a las ajenas; me mostraron que el dolor puede ser casi infinito y disfrutaron de mis penurias. No obstante, no consiguieron algo elemental: hacerme olvidar de mí misma y de quién en verdad yo soy. Por más que lo intentaron, no lograron alienarme de mí, de mis sentimientos más humanos. Esta es mi vida y, por ello, yo decido cuándo soy o no feliz; la vida tiene el sentido que yo le doy y eso no me lo pueden sacar, su brazo no llega tan lejos. Por eso sonreí, para que el imbécil de turno se asombre con ver a alguien que no lo gratifica con una cara larga, sino que lo desafía con una sonrisa frente a lo peor. Sonreí porque sigo siendo yo la dueña de mi destino, sonreí porque soy Adalberta y sonreí porque me gusta posar frente a las fotografías.
Cracovia, 9 de diciembre de 2011.
Marcos Elia (24)
Abogado