Las golondrinas

Por Eugenio Sulpizio

Al destino le agradan las repeticiones, las variantes, las simetrías.
Jorge Luis Borges.

 En aquel café del centro de Buenos Aires, el verano ya no resultaba tan asfixiante. Eran poco más de las cinco de la tarde y el sol de diciembre no dejaba de freír las aceras renegridas, las calles y los altos edificios en que los habitantes de la ciudad, como en los viejos tiempos, dormían la siesta hasta la llegada de la fresca.
Afuera, en la avenida Corrientes, el tráfico dejaba a su paso una estela de esmog y de lejanos bocinazos, mientras unos policías regordetes, totalmente sudados en sus trajes azules y negros, parecían discutir con un cartonero harapiento que, ciego a los mandamientos de la civilidad, había guiado su carro y su caballo hasta una avenida tan irremediablemente céntrica como aquella.
Dentro del café, el repiqueteo del ventilador se entremezclaba con la melodía de un viejo tango, de esos que huelen a puñales, mataderos y puertos, lo cual redundaba en que aquel lugar tuviera un aire pesadamente oscuro. Por lo demás, nadie había allí: las mesas estaban vacías y el salón de billar, apenas iluminado por una bombilla, estaba igualmente desierto.
Solamente Margarita, una pobre vieja que vivía en la calle, estaba sentada en una de las mesas. Como todas las tardes desde hacía varios años, el dueño del café, un español piadoso entrado en años y en penas, le invitaba una merienda. Ella, que vivía en una mendicidad rayana con la indigencia, siempre se las rebuscaba para dejarle una propina, aunque tan solo pudiera darle una moneda o unos versos garabateados del Martín Fierro. —Así lo manda mi padre, que es coronel de la Novena —solía replicarle al buenazo de don Hermindo antes de que la razón, fugazmente recuperada, volviera a perdérsele en esos laberintos tan incomprensibles.
Mientras Margarita volvía a perderse y don Hermindo, abstraído en sus penas, silbaba aquel tango de otros tiempos, en la puerta del café, se recortó la silueta de un hombre cincuentón. No obstante la humedad del calor subtropical de aquel sábado vestía de punta en blanco: una camisa celeste, un vaquero azul, unos zapatos de cuero cobrizo, una mirada ambarina y distante, acaso signada por cierta frialdad.
Aquel hombre echó un breve vistazo a las mesas del café y se detuvo unos instantes en la mesa en que yo estaba sentado. De improviso, giró sobre sus pies y se dispuso a marcharse.
Hugo, naturalmente, observó una puntualidad que yo había previsto. Si bien nunca lo había visto en persona —nuestra relación se había forjado al calor de los correos electrónicos y de las anécdotas de mi madre—, mi intuición creyó reconocerlo: algo había en él que lo tornaba muy ajeno al aire viciado de aquel café, al tango arrabalero que no dejaba de resonar desde el pasado, al viejo romance entre la pobre de Margarita y el buenazo de don Hermindo.
—¡Hola, Eugenio! Al fin nos conocemos. No creí que pudiéramos encontrarnos durante este viaje —me saludó en un español perfectamente argentino, aunque con un dejo neutro bien reconocible, luego de que lo llamara por su nombre desde mi mesa.
—Hola, Hugo. Yo creía lo mismo que vos.
Don Hermindo nos trajo lo que habíamos ordenado: dos cafés cortados y unas medialunas. Margarita, entretanto, dibujaba garabatos en una servilleta.
—Uf, qué calor que hace aquí. Y nosotros bebiendo café y comiendo medialunas —expresó con una alegría acaso culposa—. Vaya, cómo extrañaba estas pequeñas cosas de Buenos Aires.
—¿Has tenido un buen viaje?
—Sí, el viaje ha estado bien. Lo bueno es que esta vez, antes de venir acá, visité Santiago por unos días. Qué hermosa ciudad, Eugenio. ¿Has tenido oportunidad de conocerla? —me inquirió, mientras yo negaba con la cabeza.
—Bueno, te recomiendo que la visites. Es una ciudad que no tiene desperdicio.
— ¿Cuánto tiempo vas a estar en Buenos Aires?
—Me gustaría quedarme unos cuantos días, pero mañana debo tomar el avión de regreso a casa. Últimamente pasó más tiempo en el aire que en tierra. ¿Vos cómo estás?
El buenazo de don Hermido escuchaba detenidamente nuestra conversación
—Yo estoy bien, Hugo. Como sabrás, acabo de graduarme de abogado y también acabo de conseguir un empleo. Bah, no estoy tan bien en verdad: vivir acá es bastante difícil.
—Por cierto que lo es, Eugenio… —refunfuñó—. Esto ya es el colmo.
Luego de unos minutos de oportuna distensión que utilizamos para charlar de naderías, sobre todo de su estadía en la capital chilena, y para saborear las medialunas, yo fui al grano.
—Bien. Luego de graduarme de profesor comencé a trabajar en una escuela secundaria de Morón. Era una escuela pública muy pobre, al igual que la mayoría de las escuelas públicas del conurbano bonaerense; y la paga apenas cubría el costo de ir hasta allá todos los santos días. De todas formas, yo estaba desempleado y debía adquirir experiencia en la docencia.
— ¿Cuánto tiempo enseñaste en esa escuela?
—Unos dos años y medio. Luego me harté y me fui —respondió con un brío inesperado en una persona tan extrañamente armónica.
—La escuela estaba en construcción. El gobierno había girado un montón de dinero para que la obra finalizara cuanto antes: las elecciones se avecinaban y aquel municipio era muy importante para los políticos locales. La directora de la escuela utilizó una parte de aquel dineral para comenzar el proyecto como es debido. Incluso se construyó la mitad de la escuela, pero, al cabo de unas semanas de las elecciones, todo se echó a perder.
—¿Qué sucedió?
—Luego de las elecciones, el gobierno decidió que la directora debía jubilarse. Y el director entrante no tuvo mejor idea que decidir que el proyecto se ejecutaría de otra forma.
Una ambulancia atravesó a toda prisa el cruce de las avenidas Corrientes y Callo. Los bocinazos no tardaron en multiplicarse y prontamente el bullicio se adueñó de la calle, del café y de nuestra conversación.
—El nuevo director determinó que la mitad restante se construiría con materiales más rústicos y en función de un estilo menos costoso. Así, cuando la escuela se terminó de construir, en las postrimerías de aquel gobierno y con miras a la cercanía de las elecciones, todos pudimos comprobar lo que a esas alturas ya era inocultable: una mitad de la escuela se había construido bien; la otra mitad, mal y a las apuradas.
—Para peor, el director nunca nos explicó en qué había gastado la otra parte del dinero. Y poco tiempo después, en pleno invierno, la mitad mal construida se derrumbó, y el gobierno decidió cerrar la escuela.
—¿Y vos que hiciste?
— ¿Qué hice? Bien. Me asignaron a otra escuela en construcción, esta vez en La Matanza, pero renuncié, armé las valijas, tomé coraje y me fui.
Entre risas, suspiros y más café, Hugo y yo continuamos platicando hasta el anochecer sobre la distancia, las novelas tardías de Cortázar, el miedo a volar, las vicisitudes de la política argentina y de tantísimas otras cosas.
—Eugenio, ¿vos qué pensás hacer en el futuro? ¿Trabajar en algún despacho de abogados?
—Sí, es una posibilidad, Hugo… aunque, en verdad, me gustaría estudiar Letras y tomar coraje como vos.
—Qué bien, Eugenio. Bueno, voy a tratar de ayudarte —respondió, esquivando mi mirada—. Debo decirte que no es el mejor momento para emigrar, pero intentaré darte una mano.
—No te preocupes, no quisiera ponerte en un compromiso. ¿Vos no tuviste miedo cuando te fuiste?
—Sí, claro que tuve miedo. Tuve mucho miedo. Y aún lo tengo, Eugenio: a veces tengo miedo de olvidar quién soy. Por eso regreso, aunque lo haga muy de vez en cuando y por muy poco tiempo
Con cierta resignación, añadió:
—La Buenos Aires que yo dejé es la misma que hoy en día te toca en suerte vivir a vos.
Caminamos hasta la calle Sarmiento. En la puerta del hotel en que se alojaba, mientras nos despedíamos con un afecto repentino y hasta prematuro, una pareja de golondrinas azules se dibujó en aquel cielo rojizo de diciembre.
—¿Golondrinas en vuelo en Buenos Aires? Qué extraño. Ellas suelen migrar en bandadas en los otoños y en las primaveras. Emigran en búsqueda del calor de los veranos y regresan al terruño del que partieron para criar a sus pichones. De ahí que su migración preanuncie el invierno y que su regreso preanuncie la llegada del verano.
Hugo contempló el vuelo sutil de aquella pareja de golondrinas hasta que se perdieron de vista.
—Algunas golondrinas, sobre todo las más jóvenes, se salen de su bandada y migran en soledad. Algunas veces retornan a su terruño para afincarse y procrear, pero otras veces, y he aquí lo más llamativo, extienden su migración durante mucho tiempo hasta que encuentran una nueva bandada.
—Quizá haga demasiado calor para ellas en Buenos Aires —añadí.
—Es probable, Eugenio. Es demasiado probable —concluyó Hugo, y su mirada ambarina y tranquila se fijó otra vez en aquel cielo rojizo de la Buenos Aires que nos había cruzado fugazmente y que ahora, quizá, nos despedía para siempre.

***

Hugo Hortiguera, el único hijo de María, una amiga entrañable de mi madre, se graduó de profesor de Literatura en el Instituto Joaquín V. González a mediados de la década de 1980.
Nació en la ciudad de Montevideo, Uruguay, pero vivió buena parte de su adolescencia y de su primera juventud en Buenos Aires. Su madre, también uruguaya, era dueña de un almacén en el barrio de Caballito. Aquel almacén distaba unos pocos metros de la lencería en que mi madre trabajaba y aún trabaja como vendedora.
Luego de la crisis inflacionaria que precedió al ocaso político del expresidente Raúl Alfonsín, habiendo estrenado sus treinta años hacía muy poco tiempo, decidió emigrar de la Argentina.
Hugo y su madre viven y bienviven hace más de veinte años en la ciudad de Brisbane, Australia. Prácticamente desde que emigraron allí; él trabaja, con mucho éxito, como profesor de Español y de Estudios Hispánicos en la local Universidad de Griffith.

Eugenio Sulpizio (25)
Abogado