Por Eugenio Sulpizio.
Confieso que este año visité la Feria del Libro. No fue una decisión premeditada—siempre he descreído de las ferias y me he sentido incómodo en ellas—, sino el resultado de un entramado de circunstancias azarosas: la lluvia que entristecía aquel domingo otoñal en Buenos Aires, la invitación de una amiga que debía procurarse unos libros de anatomía humana y el pretexto de comprar El fin de la modernidad del filósofo italiano Gianni Vattimo (una obra que versa sobre aquello que en Europa y en el resto del mundo desarrollado se ha llamado el fin de la modernidad y el advenimiento de la posmodernidad).
Llueve intensamente. Una luz crepuscular desdibuja lentamente los rasgos de los edificios y de las personas que se recortan en la niebla azulada de la tarde. La Rural apenas se distingue del cielo de plomo que se aboveda sobre nosotros. Un gentío aguarda por sus entradas: la impaciencia cunde rápidamente cuando una señora mayor, adorable en su lentitud natural, se demora más de lo tolerable y hasta parece dialogar con la empleada que la atiende. Se oyen algunos quejidos y lloriqueos: los niños están fastidiados o demasiado ansiosos. En verdad todos estamos fastidiados o demasiado ansiosos. ¿Por qué? No lo sé realmente. Los mismos libros que se venden en la Feria, salvo contadas excepciones, pueden encontrarse en la soledad de cualquiera de las librerías del centro de Buenos Aires, pero ahora todos estamos desesperados por entrar al predio y abalanzarnos sobre los puestos de las editoriales.
Finalmente, mientras los lloriqueos se enranciaban, mi amiga y yo logramos comprar las entradas y disponernos a entrar. Un guardia encanecido nos indica a los gritos el camino de ingreso al recinto. Una alfombra de color rojizo nos conduce por un pasillo vidriado hasta la Feria. Los puestos de las editoriales se multiplican por doquier y los feriantes orbitan anárquicamente, pero, sin embargo, lo más populares en el centro. Una estructura enorme celebra a Julio Cortázar. ¿Qué pensaría el autor de El libro de Manuel y de Nicaragua tan violentamente dulce sobre aquella estructura metálica que lo ha convertido en un objeto más de esta feria de mercancías literarias? ¿Y qué pensaría el primer Cortázar, aquel cronopio vanguardista de Los premios y de la incipiente Rayuela, de Continuidad en los parques y del arte como el écart de Paul Valery del primer Tzvetan Todorov? ¿Aprobaría que un gobierno peronista reivindique su obra y su persona?
El gentío no cesa de hormiguear por todos lados. Necesito encontrar un poco de sosiego entre tanto bullicio, de suerte que trato de alejarme de la centralidad. En un pasillo marginal, mientras mi amiga habla por teléfono, me encuentro con una anciana sentada ante una mesa pequeña y llamativamente blanca. Sostiene un bolígrafo y una de esas sonrisas tímidas que expresan más temor que recato. Intercambio algunas palabras con ella: acaba de publicar un breve libro de cuentos a través de una editorial emergente. Me confiesa que nadie ha hablado con ella durante el día, que está cansada de estar sentada mientras los feriantes caminan en círculos por la Feria; pero que, al mismo tiempo, no podría irse de allí hasta la hora del cierre. Lo suyo es una quijotada contra los molinos de viento de un arte que se forja en la soledad y en el silencio.
Anochece en Buenos Aires. El salón se puebla de sombras y de luces. Mi amiga ha conseguido los libros de anatomía humana que precisa. Yo siento ahora el impulso de comprar al menos un libro. Sí, debo comprar ese libro de Gianni Vattimo que debo leer. A eso se reduce, en principio, el oficio del feriante.
La Feria del Libro es tanto una exposición orgiástica del ethos de la cultura del plástico y del esnobismo en cuotas, como un espacio de celebración de la palabra y de la lectura en el contexto de un tiempo histórico signado por el predominio del elemento audiovisual y de los escritos literarios.
Como bien han señalado Jean-François Lyotard, Gianni Vattimo y Jean Baudrillard —la tríada capitalina del pensamiento posmoderno—, las sociedades más avanzadas en términos socioeconómicos han deslegitimado los grandes relatos de la modernidad y se han reencontrado en una cultura del individualismo hedonista y multicultural.
Sí, la Unión Soviética ha muerto en 1991 luego del Tratado de Belavezha; Fidel Castro Ruiz, el compañero Fidel, ya no es aquel cubano barbudo que encarnaba la promesa de una Latinoamérica de hermanos; sino la sombra de una jinetera en La Habana y las ruinas de una revolución sangrante. Los libros de Hegel, de Nietzsche y de Heidegger, frutos dilectos de la razón instrumental del occidente de las luces, han visto las piras sacrificiales en los holocaustos que diezmaron aquella Europa de profesores y de poetas.
Esto es, en definitiva, la posmodernidad: el día después de la noche de la razón.
Buenos Aires, a su modo, ha participado de este proceso de deconstrucción de la racionalidad occidental que se inicia en el mundo desarrollado a mediados de la década de 1970. En esta polis totalmente autorreferencial —que, con todo, expresa privilegiadamente la condición argentina— se inicia luego de la Guerra de Malvinas. De ahí que en la Feria coexistan, en la paz de las mercancías, el Quijote, Antonio Gramsci y el último gurú de la psicología terapéutica.
No consigo El fin de la modernidad de Gianni Vattimo, pero consigo dos libros que me han recomendado: Criminología crítica y crítica del derecho penal del criminólogo italiano Alessandro Baratta y Escenas de la vida posmoderna de la ensayista local Beatriz Sarlo. Dos libros acaso menores en las antologías, pero que emergen de aquella noche de la razón.
Mi amiga me toma del brazo. Sonríe con una felicidad espontánea que yo no he conocido todavía.
—Volvamos. Ya no hay nada para ver. ¿Vamos a comer algo? —me interroga, mientras caminamos hacia la fila que serpentea delante de la ventanilla en que se paga el estacionamiento. A unos metros de nosotros, el puesto de una humilde editorial exhibe unos ejemplares de la Poética de Aristóteles. A lo lejos, la estructura de Cortazar brilla en soledad.
El espectáculo ha llegado a su fin. El salón comienza a despoblarse lentamente y los libros, cansados de tanto exhibirse, vuelven al silencio de los anaqueles Esa forma privilegiada del olvido o de la eternidad, que los preservará hasta la jornada entrante del comercio y del canon literario, del esnobismo y de la intelectualidad impostada, de la vida y de la muerte.
Eugenio Sulpizio (26)
Abogado (UCA) y estudiante de Letras (USAL)
eugenio.sulpizio@gmail.com