Por Eugenio Sulpizio.
“e suis seul des / aveugles liront ces lignes /
en d’interminables tunnels”.
Georges Bataille , L’ archangélique.
Conocí a Helena en un curso de fotografía. Reparé en ella hacia el final del curso, movido más por el comentario de mis compañeros, quienes celebraban su belleza, que por mi curiosidad. En un principio, no me había resultado particularmente interesante: siempre se sentaba en la primera fila de asientos y apenas si cruzaba algunas palabras con el profesor y con alguno de nosotros. El resto del grupo, en cambio, fraternizó desde un principio. Incluso solíamos merendar juntos luego de clases en una cafetería cercana; aunque, antes bien que un encuentro de amigos, aquello se tratara de una excusa bastante egoísta para conversar sobre lentes, sobre la técnica fotográfica más obsesiva y, naturalmente, sobre las mujeres que solamente nuestras cámaras habían poseído.
Sí, recuerdo que Helena era menuda, bastante pequeña: usaba unas botas con tacones tan altos que a duras penas podía caminar derechamente. El pelo le llegaba hasta la cintura y era de una negrura casi total, solo matizada por algunos tonos rojizos. Algo de oriental había en ella, quizá algún mayor de los desiertos y del Corán, aunque su apellido —Morel, si mal no recuerdo— acusaba algún abuelo de origen francés. La oscuridad de sus ojos pequeños y aindiados, tan negros como el azabache, se recortaban en un rostro de rasgos duros, pero refinados, de matiz brillantemente trigueña y de cierto exotismo.
Recuerdo la primera vez que intercambié unas palabras con ella. Era una tarde lluviosa de marzo en Buenos Aires y el profesor se había demorado en llegar. Yo lo esperaba junto a mis compañeros tomando café y compartiendo algunas anécdotas fotográficas. Helena se recortó en la puerta de entrada: pequeñita, enfundada en un impermeable oscuramente azul que insinuaba el contorno de los pechos y de las caderas de una mujer, se erguía bajo la lluvia con una mirada abstraída. ¿Por qué se queda afuera?, pensé, luego de observarla por unos instantes.
—Helena, estamos esperando adentro— le dije con cierta timidez, invitándola a entrar. La lluvia la había empapado por completo.
Me escudriñé gravemente con sus ojos oscuros y balbució una respuesta.
—Estoy esperando. Gracias— me replicó secamente, y así se excusó. Caminó hasta la esquina, a unos veinte metros de la entrada, y allí se quedó hasta la llegada del profesor.
Esa tarde debíamos exponer algunas de las fotografías que habíamos tomado durante el curso. El profesor nos haría un pequeño comentario sobre ellas. De algún modo, estábamos ante nuestro primer examen: el profesor evaluaría la técnica y la composición de nuestras obras, y lo haría delante de todos. Yo estaba bastante ansioso; en verdad, todos estábamos ansiosos, salvo Helena. Permaneció en silencio hasta que el profesor, sabedor de su timidez, le pidió de improviso que exhibiera su fotografía. Era una imagen en blanco y negro de un pequeño hombre gris. Estaba de pie junto a un jacarandá —aquella vía se parecía bastante a la Avenida de Mayo—. Detrás de él se veía un gentío de hombres y de mujeres oscuros que se perdían en una neblina de impersonalidad y de bullicio citadino. La técnica era imprecisa; la significación, arcana y laberíntica.
El profesor, tras la exhibición, retomó la clase. “Las fotos están bien, pero aún no dicen nada”, concluyó, y se dispuso a recordarnos, a lo largo de la hora siguiente, los rudimentos de la buena fotografía.
Un calor sofocante nos estaba ahogando. Nos encontramos en la entrada del Cementerio de Recoleta a las dos de la tarde. El profesor, ostensiblemente sudado, nos recordó unas cuestiones inherentes a la relación entre la luz y nuestras cámaras. Caminamos la distancia que separa la entrada de la escultura del Cristo anciano y allí nos dispersamos. Yo quería visitar las tumbas de Bioy Casares y de Alfonsín, pero me extravié en el damero de calles estrechas que las bóvedas flanquean. Caminé en círculos por demasiado tiempo, perdiéndome una y otra vez, volviendo siempre a la tumba de los Sánchez Ayala o a la de Sarmiento. Divisé una sombra pequeña en el final de un pasillo: era Helena.
—Olvidé mi cámara. ¿Puedo acompañarte?— me inquirió.
Accedí. Le advertí que estaba buscando las tumbas de Bioy Casares y de Alfonsín, de suerte que no podríamos tomar muchas fotografías. No se opuso. Al cabo de un rato nos dimos cuenta de que estábamos caminando en círculos una y otra vez. El sudor acre se mezclaba con el perfume de Helena; los rostros de los turistas se multiplicaban y se repetían cíclicamente, tornándose conocidos y desconocidos al mismo tiempo. Las manos de Helena, tan frías como el mármol de las tumbas, pasaban de mi cámara a mis manos, y de mis manos a mis mejillas, y de mis mejillas nuevamente a la cámara, y de mi allí a mi boca, y de allí a un saludo nervioso. Helena se perdió entre las cruces tan pronto como había aparecido. La busqué en los nichos y entre los turistas, pero no la encontré.
La última clase mostramos las fotografías de aquella jornada. Cada quien debía exhibir al menos una. Mis compañeros mostraron las suyas: el mausoleo derruido de un héroe de la Guerra de Independencia, una pareja de ángeles de mármol blanco sobre la tumba de José Clemente Paz, una turista regordeta y enrojecida entre gatos, cruces y asiáticos. Yo presenté la mía: una imagen en blanco y negro de la calle central del cementerio, centrada en la escultura misteriosa del Cristo anciano. Helena se excusó: argumentó que no había tomado ninguna fotografía.
Nos despedimos. Era nuestra última clase. Lugo de intercambiar promesas con mis compañeros, me demoré unos instantes con mi profesor. En la calle divisé la pequeña humanidad de Helena entre las sombras del crepúsculo otoñal. Como el primer día que hablé con ella, se erguía en soledad. Una llovizna había comenzado a precipitarse hacia la mitad de la tarde.
—Me gustó conocerte, Helena— me despedí.
—Esperá. Esta es la que tomé con tu cámara.
Helena extrajo de su cartera un sobre de papel madera. Lo abrió y me exhibió una fotografía en blanco y negro: un pequeño hombre gris caminando en una calle de tumbas. Recordé entonces los versos de aquel poeta francés que había descubierto por casualidad, esos que rezan que “estoy solo / hombres ciegos leerán estas líneas / en interminables túneles”.
—¿Quién es este pequeño hombre gris? Ya lo he visto antes— le pregunté.
—Sos vos.
Helena sonrió tímidamente, me besó lentamente en la mejilla con sus labios húmedos y fríos y se marchó con esos tacones que se hundían en los charcos de la vereda. Trastrabillaba como una niña que baila sobre los pies de su padre, mientras yo la miraba perderse entre los automóviles y los edificios, entre los transeúntes anónimos y grises, sabiendo en mi fuero interior que jamás volvería a verla.
Eugenio Sulpizio (26)
Abogado (UCA) y estudiante de Letras (USAL)
eugenio.sulpizio@gmail.com